"Pastel de chocolate", Haydeé Juárez Reyes
No entiendo por qué
estoy junto al refrigerador, con la vista hacia los vitrales de la puerta de
entrada. Hay una oscuridad, no es una oscuridad profunda porque la luna y el
faro del alumbrado público me avisan que es de madrugada y que mi perspectiva
es desde abajo, desde el suelo.
El silencio fue
interrumpido por el sonido de las llantas que venían por la Diego Rivera,
apenas a dos cuadras de distancia. El sonido me es familiar, no solo por la
distancia que falta para que el vehículo esté aquí afuera, únicamente
separándonos una pared, sino porque conozco esos crujidos, el reflejo de las
luces y el chillido de la banda del motor.
¿Por qué está aquí?
Es miércoles ¿o es jueves?... Da igual, él no debería llegar hoy y mucho menos
a esta hora. ¿Será que la culpa fue el elemento movilizador para su regreso?
Pienso que son entre las 3 y las 4 a.m., tiempo suficiente para hacer el viaje de
regreso tras colgar de la llamada donde ninguno decía mucho, lo bastante para
dejar asomar la molestia, el fastidio y las ganas de colgar.
Escucho la elección
de la llave romboide y en seguida reconozco las botas pesadas color café y el
pantalón recto de mezclilla. De pronto recuerdo que yo no debería estar ahí, mi
cuerpo estaba de lado e inerte en la cama, a 8 metros de distancia. ¿Cómo era
posible que estuviera presenciado el andar de sus pasos? Cerró la puerta,
accionó la alarma y dejó las llaves en la casita de madera, junto al recibo de
luz y mis llaves, que son más llaveros que llaves.
Nunca dejé de ver sus
pasos, de seguirlos como si fuera al frente de ellos. Sabía que era él, pero…
¿sabes? También sabía que no era él. Conforme avanzaba, todo parecía más
sospechoso y más tenebroso: la oscuridad fue cada vez más densa y el peligro se
hacía inminente.
De golpe, regresé a
mi cuerpo y, aunque sabía que estaba dormida, mis ojos seguían abiertos. Mi
cuerpo respondía a los movimientos que le pedía, que eran pocos y muy sutiles
para que este hombre o ser no se diera cuenta de que estaba despierta. Seguía
escuchando sus pasos acercándose por el pasillo. Sin titubear, atravesó el
marco de la entrada, donde la puerta siempre está abierta (no había razón
alguna para cerrarla), y se acercó a la cama.
“No es él, no es él”
repetía en mi cabeza. Cuando sentí sus manos apoyadas en el colchón justo
detrás de mi espalda, me armé de valor: volteé de pronto, lo encaré y confirmé.
Era su cara, sus brazos, pero no sus ojos y no su sonrisa: esta sonrisa era
grande y con los colmillos más saltados, sus ojos reflejaban una luz
amarillenta con destellos escarlata. Esa cara tan familiar, pero desconocida
que lo habitaba por dentro emanó las palabras “Hola amor, vine a verte”.
Mis ojos se abrieron
de golpe, mis manos estaban apoyadas en el colchón y había luz de alba. ¿Qué
hora es? Hurgué bajo mi almohada para tomar mi celular, eran las 6:22 a.m., lo
primero que hice tras desbloquearlo fue ir a su chat porque aún dudaba sobre lo
que apenas unos segundos estaba viviendo. No había mensajes de texto ni notas
de voz. Tampoco ningún mensaje en la bandeja de entrada. Tenía un temor
residual de levantarme para ir hacia la ventana porque ¿qué haría si veía la
camioneta afuera? ¿Dónde estaría él?
Con todo y el temor
me levanté y comencé a caminar por el pasillo donde poco tiempo atrás estaba
tirada en el piso mientras veía y escuchaba las botas cafés de casquillo pasar
por ahí. Confirmé que me encontraba sola, que quizás todo fue un sueño. No
obstante, pronto me doy cuenta que no todo fue un sueño, que él estuvo ahí. Las
puertas de cristal de la vitrina estaban abiertas de par en par: esa vitrina que
es solo mía, que guarda mi esencia y mis pertenencias más preciadas, la misma
que desde que llegó a nuestra casa advertí que no quería que hubiera nada que
no fuera mío.
El mensaje, para mí,
fue claro. Contemplé la escena por unos segundos, me acerqué a cerrarlas
mientras decía “mi vitrina no se toca, nadie la toca”.
Pasaron dos días para que llegara el viernes, estaba sentada en la cama sabiendo que en cualquier momento llegaría: escuché el sonido de las llantas y el rechinido de la banda del motor. Caminé por el pasillo mientras escuchaba girar la llave y la puerta se abrió. Mi esposo estaba en el marco de la puerta con un pastel de chocolate en su mano izquierda. Después de ver que eran sus brazos, sus ojos y su sonrisa, lo abracé. No le conté sobre el sueño extraño ni de las puertas de cristal abiertas. Preparé café y corté el pastel. El fin de semana pasó más rápido de lo que esperaba y volví a estar sola. La noche del lunes, corté otra rebanada del pastel de chocolate y con el primer bocado lo recordé a él, no a mi esposo, si no a ese ser de sonrisa macabra y ojos que reflejaban fuego. Traté de no tomarle importancia, me terminé el café y dejé los trastes en la tarja. Dicen que si dejas trastes sucios antes de irte a dormir atraes el mal, “nada más buscando cosas para hacernos trabajar a nosotras”, pensé. “Maldito patriarcado”, dije mientras caminaba hacia mi habitación. Me preparé para ir a dormir, apagué la luz y salté a la cama, como de costumbre. Tan pronto como cerré los ojos sentí sus manos apoyándose detrás de mi espalda y escuché su voz diciendo “Hola, amor, vine a verte ¿te gustó el pastel?”.
Haydeé Juárez Reyes
Nací en abril de 1995
en Zacapu, Michoacán: lugar de piedra, en la región ciénega, y cuna del imperio
Purhépecha. En los ires y venires, me formé como psicoanalista y me dedico a la
práctica de la clínica psicoanalítica feminista. Movilizada por la escritura de
las mujeres, sembré Ensoñación. Entre palabras y letras, un círculo de lectura, diálogo y reflexión para mujeres en
Zacapu, mismo que ha florecido de muchas formas y a través de muchas mujeres.



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