"Ingrediente secreto", de Carmen Mondragón
Se escuchan los chirridos de las uñas como tratando de salir de la olla gigante. El agua caliente comienza con los hervores y sofoca. Ya no hay de dónde jalar aire.
La abuela sigue cortando verduras sobre una tabla de madera desgastada, la misma de cada año. Le ayudo a quitar las hojitas amarillas al cilantro y recojo los pedacitos sobrantes que ahora son basura. La observo, me fascinan sus cortes exactos en la zanahoria. Después limpia su cuchillo con un trapo.
En la olla la sopa grita. Veo a la abuela limpiar la sangre que se le esconde entre las arrugas de las manos.
—¿Por qué no le enseñas la receta a mamá? —, pregunto con los ojos llorosos mientas intento picar una cebolla en cuadritos.
—Porque ella no tiene vena para esto —responde —. Cocinar requiere arte y sazón, y tú tienes manos de artista.
Atiza el fogón y pone más leños. No digo nada, pero me ve futuro y yo siento satisfacción en sus palabras.
De la olla se oyen gritos semiahogados, se escucha la agitación y el movimiento. Se quiere salir, está haciendo el intento de escaparse.
La abuela destapa la olla vaporosa, arroja las verduras y un buen puño de sal. Me pide que le acerque la pimienta, clavo de olor y unas hojitas de laurel, yo le llevo los menjurjes, ella los machaca hasta hacerlos polvo, luego se los pone a la sopa, entre lágrimas y verduras finamente picadas, el borboteo mezcla los sabores.
Pasado un buen rato quita la tapadera y saca un poco de caldito con una cuchara grande, le sopla, la prueba, la inspecciona en su boca. Después me acerca la cuchara y me la da a probar, el color y sabor de la sangre cocida no me repugna, al contrario. Es una receta familiar donde solo nosotras identificamos los sabores.
—Sabe a terror — le digo y ella me sonríe orgullosa.
—Esta preparación requiere la precisión exacta —dice, con la sabiduría de quien sabe hacer las cosas.
La abuela sirve dos platos y los acerca a la mesa. La sopa es espesa, color gris verdosa, los trozos de verdura se confunden con pedazos de carne bien cocidos que se desprendieron de los huesos.
Después de comer nosotras, llenamos los platos de los perros. Comen hasta que se les pone la panza bien gorda. Esponjados se acuestan bajo alguna sombra y se duermen toda la tarde, por la noche aúllan para sacar la muerte.
Cuando el sol empieza a rayar el cielo de la tarde, la abuela me lleva a su cocina secreta. Me enseña a hacer el polvo de los aturdidos y yo sigo sus manos. Entre animales secos y plantas de nombres extraños, descubro el brebaje de la muerte.
—Debe ser de buen tamaño —dice compartiendo su experiencia —. Bien apretado para que no se suelte, porque si queda flojo, entre los hervores grita.
—Pero eso es lo que buscamos ¿no? que tenga miedo —pregunto con interés.
—No —responde ella —. El ingrediente secreto es el terror. Por eso hay que cocerlos vivos. Deben estar conscientes, deben saberse en la olla, las verduras se le ponen aun estando vivos, cuando la piel comienza a soltar la sangre y los vapores. Por eso es importante que los metamos aturdidos, porque con los calores recuperan el sentido y solo así sueltan los sabores.
Escucho a la abuela con interés, no conozco a nadie más sabia que ella. Se acerca a la olla y mete la mano a los restos de sopa ya fría. Busca algo y por fin lo encuentra. Extiende su brazo viscoso de sopa y me pone algo en las manos.
—Son tus primeros dientes —Me dice y yo los tomo como si fueran un premio.
La abuela me mira de frente con ternura y aprieta mis manos.
—No lo olvides, mi niña, el ingrediente secreto es el terror, por eso hay que cocerlos vivos —reitera —. Nosotras sabemos lo que hacemos con nuestra receta familiar. Después de todo somos mujeres y tenemos el don de la cocina.
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