"Un viaje de la culpa al goce", Ana Claudia Orozco Reséndiz


De la niñez, no guardo recuerdos específicos del placer. Me exploré incontables veces, pero la culpa me carcomía, devorada por la arraigada idea familiar de que de que tocarse es “algo malo”. Peor aún, un día mi madre me sorprendió tocándome y me regañó por semejante osadía.  

Desde entonces, evité a toda costa esas exploraciones. Me inundaba la culpa ante los placeres que, por diversas razones, invadían todo el ser. Tardé mucho en volver a tocarme, en sentir mi cuerpa, en aceptar esos deseos inusitados, incluso el del dolor. 

Una práctica recurrente de la infancia fue la autolesión, y en ella descubrí un placer soterrado en el dolor. Encontré goce en el desgarramiento de la piel, en el simple ritual de sentir la sangre tibia sobre cada parte de mi cuerpa, en la sensación de ardor y en los pequeños espasmos de esa piel rota cuando iniciaba a cicatrizar. 

Eventualmente, por diversos causes, aquellas prácticas debieron cesar. Los motivos imperantes fueron la presión social y la moral en turno. Ningún cuerpo es tolerado por las marcas que acumula, mucho menos en la fragilidad de la infancia. Acepto que muchas veces lo hacía por berrinche, por simple capricho; voluntariosa he sido, y seré, siempre. 

Tras la ausencia del ser amado, los pensamientos de autoexploración regresaron con sigilo. Hacía tiempo que no indagaba en mi cuerpa, ni en sus espacios más recónditos. La verdad es que me había confiado a la otredad, esperando que el compañero se hiciera cargo de mi placer, pendiente de lo que yo quería, de los movimientos exactos, casi exigiendo que mis deseos fuesen adivinados. 

Fui consciente de este engaño recientemente, como si hubiera vivido aguardando a un rescate, pero la niebla se disipó cuando aprendí un principio sencillo y elemental: soy la única dueña de mi placer y mis deseos. El otro, en todo caso, es un acompañante; alguien para compartir esos goces extraordinarios que la vida ofrece. Ese otro no es responsable de mi placer. 

Ante esta revelación, decidí controlar y mesurar mis deseos en medio de tanta vulnerabilidad. La muerte había desnudado una incómoda certeza: la de mi propia fragilidad ante el mundo carnal. No permitiré, bajo ningún concepto ni parámetro, el flaqueo. Urgía una práctica cautelar, un dique contra la posibilidad de que nadie me envolviera en falsas promesas, para no caer en el amor por mera urgencia o necesidad. 

Este camino me trae a la memoria la adolescencia, cuando me volví una ferviente aficionada a una banda cuyo género giraba en torno al arte y la muerte. Esto sembró en mí la semilla de mundos posibles tras el final, e hizo nacer mi anhelo más profundo: el de un amor fantasmal.

Lo veía como el colmo del romanticismo, pues implicaba el delicioso aislamiento de los seres vivos, lo cual me exaltaba. Fui perdiendo, poco a poco, esta extraña obsesión, hasta que el destino impuso su propio relato: el trágico evento de perder a mi compañero de vida, de quien me enamoré profundamente incluso después de su muerte. Así, tocarme mientras lo pensaba y lo deseaba se tornó recurrente, transitando de un simple hecho biológico a un acto extraordinario. 

Siempre anhelé un amor fantasmal; recrear una historia erótica con un ser extraordinario, etéreo. Por fin tenía y aguardaba su manifestación, como si creyese que las entidades metafísicas pudieran materializarse en esta realidad. 

Hice del encuentro sexual personal un maravilloso ritual: me relajaba, encendía los aromáticos predilectos, me encerraba y, en la penumbra, me concentraba en espera de sentirlo en mi ser. No lo conseguí, pero sí alcancé los orgasmos más sublimes de mi vida, incluso el squirt llegó por primera vez. El desvío de la meta no resultó en vano. En la búsqueda del espectro, conocí los placeres más altos que solo yo podía entregarme. 

Recuerdo con claridad el primer orgasmo, aquel que yo misma provoqué, trajo consigo la sensación del otro. Al principio, creí reconocerlo a él. Sin embargo, tras varias prácticas similares la revelación se postró ante mi: soy yo, en realidad esa presencia era yo. Yo misma, otra vez, en el punto de partida donde todo comenzó.

Estoy en la búsqueda de mí, me estoy hallando, he vuelto a sentir, porque experimenté la ausencia de mí misma con el olvido de mi ser en el mundo. 

Nunca me permití la imagen de alguien durante la masturbación, pero hoy es distinto; me urge sentir esa energía extraordinaria, he cambiado la fórmula por otro mortal que, a veces, sospecho que lo alcanza, aunque suponga que jamás podrá materializarse de nuevo. Cada vez que inicio el manoseo e incrusto, poco a poco, en los orificios de mi cuerpa, siento su ser en el mío. Tal vez su energía aún me habita. ¡Qué sé yo!

Hace muchos meses, el llanto fue sustituido por el tocamiento, me vino de maravilla, como un bálsamo, perfecto para apaciguar los dolores del ser y expandir los placeres de la carne. Decidí que no tengo tiempo para sufrir, sino para gozar, y el placer es una prioridad en mi mundana existencia. La vida orgásmica ya no queda fuera de mis intereses, definitivamente. Contar un poco de lo extraordinario que vuelve al momento que dedico a este maravilloso acto es una muestra palpable de que se vive, no sólo existiendo.  

El rito inicia en la pelvis, un sutil asedio de caricias suaves y dedos inquietos que se hunden; me dirijo al vientre, santuario que acoge mis manos antes de descender, lentas, hasta hallar aquel orificio húmedo. Me gusta disfrutar como va humedeciéndose lentamente y se empapa la vulva. 

Sin duda, el encuentro se desata con movimientos lentos, casi imperceptibles, circulares y uniformes. Un dedo, luego otro, la conjunción de ambos; una mano, la que cedía el relevo a la otra. Vuelve la atención al vientre, una presión gradual, media, hasta sentir el toque perfecto que estimula mi clítoris, ya hinchado y urgido de caricias raudas.  

La horizontalidad y apego a la cama no me brinda éxito, me descoloca. La postura me exigía el arrodillamiento, necesario para moverme de distintas formas, alcanzar el umbral de las sensaciones más sublimes. En cuclillas, la experiencia siempre es superior, de aquel modo, el éxtasis es inevitable, lo más extraordinario. La respiración se hizo control, los gritos dejaron de desbocarse. Surgió la armonía. 

Cuando los movimientos alcanzan el culmen, mis manos suben inevitablemente al pecho. Cada teta es apretada con fuerza que se torna, con suavidad, un placer aparte que disfruto sobremanera. Estiro mis brazos, el torso entero, sintiendo el estremecimiento de cada fibra. Si el sudor brota, observo cada gota descender, recorriendo el contorno de mi cuello. 

Al irrumpir el orgasmo sin aviso en este ritual, un colapso total me envuelve. Las piernas ceden en un temblor, o ligeros espasmos invaden mi cuerpa. Siento que me disuelvo en incontables fragmentos, pero, a la vez, que me hallo en medio de la nada, siendo todo. Es el estallido paralizante de un sinfín de sensaciones y emociones. La razón se disipa; la alegría se expande. 



Ana Claudia Orozco Reséndiz 

Nací en CDMX en 1985. Soy acuariana, filósofa, docente y feminista, apasionada de la música y de la cocina.

 

 


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