"Lesbos Blues", Angélica Reyes

Como de costumbre, en la última semana, este estúpido elevador me tiene varada, de no ser porque los 189 escalones continuos y desvencijados resultan asfixiantes, ocuparía las escaleras a prueba de cualquier enfermedad cardiaca.

He pensado seriamente en dejar el diminuto departamento que rento en este edificio de los años cuarenta. Todo aquí se ha vuelto viejo, de un aroma húmedo y sucio, puedo asegurar que algunos espacios conservan las viejas alfombras sesenteras o los extravagantes tapices garigoleados.

Cuando llegué a ese diminuto departamento los muebles apenas se sostenían por puro espíritu de dignidad y alguno que otro tabique; puestas, así las cosas, es muy seguro que estas paredes conserven en sus poros los ecos de las protestas estudiantiles, los anhelos de libertad y toda la potencia de aquella música alucinante.

Elaboro tales conjeturas mientras en mis auriculares se fuga la voz de Janis Joplin con “I need a man to love”. Comienzo a alucinar no sólo de espera, de hambre, porque se me ha jodido el bolsillo desde hace algún tiempo, sino de hastío con la realidad. Me devuelvo a aquellos años psicodélicos de LSD, me devuelvo fantásticamente, pues, porque evidentemente no estuve ahí, me devuelvo con esta mi carne, que todavía no es del todo flácida ni corrugada, y en mi dignidad cuarentona me digo que no he ganado el aspecto de este edificio. 

Voy y vuelvo en ese pequeño viaje alucinatorio mientras espero a que algún sordo anciano escuche el botón de alarma de este infeliz elevador que activé hace más de media hora.

Habría viajado infinitamente con LSD, lo habría hecho y habría mandado al diablo todo. Seguramente un viaje así requiere ir con una misma de acompañante y al carajo todo, TODOOOOOO.

Susurro mientras Janis va haciendo lo suyo.

¡Ay! ¡Janis! suspiro ¡Janis! Recuerdo la inspiración que fuiste para Leonard Cohen en aquel “Chealsea Hotel”.

¡Dios! ¡qué viaje de esos dos! 

—Un viaje cósmicamente sexual, la gloria, el destete de este mundo para irse.

¡Dios! ¿Cuántas caricias habrán hecho estas letras? 

Y ¡qué demonios hace dios en todo esto? 

Nada sabe de esta costilla que no soy y nada sabe de que ahora mismo deseo más a Janis que a Leonard. 

Su voz ha saltado de mis auriculares a la periferia de mis oídos, ya no como un eco de esos tiempos o como una grabación que no haría justicia suficiente al don de su voz.

Ahora su lengua trepidante de notas bordea con fuego mi oreja, es una lengua bífida y hábil que sabe de vida y de muerte; susurra a mi oído "¡Maybe!".  Y yo susurro en el aire oxidado del elevador “¡Quizá!... ¡quizá!”… palabra que entra como las posibilidades infinitas, como relámpago de agosto hasta mi vulva en una descarga eléctrica que me eriza; me sostengo a tientas, entre las tinieblas de mis ojos y tinutus cánticos en mis oídos; me sostengo de la chatarra del elevador mientras Janis se me revela entre arcoíris de salvia de nuestros pétalos, de nuestras flores. Bordeo el botón cósmico de su voz femenina y vibramos con v de vulva, de vainilla, de vagina, de vida, de valentía, de polvo de estrellas, de vello, con v de elevador.

El elevador protestó con un rechinar trémulo, soltando sus propios polvos de anciano, visibles sólo por la luz opaca de un foco triste, amarillento y titilante. El reflejo de nuestros cuerpos alcanzaba a devolverle espíritu de espejo a las paredes cenicientas del elevador.

Alcanzamos el ritmo de una serpiente atravesando el desierto, ondulantes, haciéndonos nudos, trepando el fuego inventado por primera vez.

¡Janis! susurro, mientras coloca LSD en mi lengua, con su propia y bífida lengua. 

Mis ojos se abren al abismo o al universo. ¿No es el universo un abismo invertido? ¿Con v de invertido?

La luz amarillenta recae sobre sobre el cuerpo de Janis como rayo divino, haciendo más transparente su piel, casi permeable. Juega con su lengua bífida en mis pezones mientras mis manos sobre su espalda descienden por la escalera infinita de su columna. 

¡No hay ningún placer que no descienda! —apenas balbuceo hay que ir abajo, abajo, siempre abajo, donde la pasión nació alguna vez sin prejuicios, virgen con v virginal.

Gimo y suspiro, vuelvo a gemir, gemimos; gemimos un sonido gutural natural sin vergüenza, escurriendo la v.

Abre los ojos me dice con la gravedad imperativa de su voz—. Mírame… mira que soy yo los abro seducida.

Sus ojos de oráculo condensaron el agua, el fuego, los vestigios y el futuro, atravesaron también el tiempo; su mirada y mi reflejo se posaron en nuestra neblina púrpura.

¡Mírame! volvía a susurrar mientras en su boca se abría una conmovedora melancolía a la que quise deslizarme… su boca y nuestra neblina púrpura.

Abajo…

Abajo…

Abajo...



Angélica Reyes 
(Atlacomulco, Estado de México, 1981) Psicóloga clínica y practicante del  psicoanálisis. Participo de manera permanente en seminarios de estudio del psicoanálisis. Escribo a ciegas y a tientas, a veces lo comparto. He publicado en el blog de Cuerdas ígneas: "Partícula de polvo", "El desandar de Jerónimo Loera", "Soledad", "Ausencia", "Reencuentro", tres microrrelatos sobre maternidades, "Anotaciones de un explorador principiante" y una sección denominada Crónica de manos. Me interesa explorar y tejer el vínculo entre realidad y locura.


Un dibujo en blanco y negro de una persona

El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Ilustración de Armando Cruz

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