"Gloriosa y bendecida", Georgina Paola Grande-Arriola
Estaba en el pasillo solitario de su casa sentada en flor de loto, jugando con esas muñecas delgadas, chichonas, rubias y perfectas que podía peinar, despeinar y cambiarles de ropa todas las veces que se le pegaba en gana, a diferencia de su prima, que tenía que cuidarlas y jugar casi casi con ellas en su caja nueva. Qué horror usar el vestido de gala toda la vida y llevar el mismo peinado siempre. ¿No les dolía el cabello siempre apretado y con ligas? Tan rico que era pasar los dedos entre ellos, tomar un mechón, enroscarlo y revolverlos de vez en cuando.
Jugaba a peinar esas Barbies con el cabello reseco, porque son muñecas que no sienten ni el vestido, ni el peinado ni aquella fuerza inexplicable que ese día descubriría entre sus piernas. Mientras buscaba acomodar a la muñeca para cepillarla, al deslizar esas piernas de plástico blanco entre las suyas, una caricia desconocida concentró todos los mares del mundo en el centro de su cuerpo. Intentó saber qué pasó y volvió a deslizar las piernas de la muñeca una vez y otra más y otra y, aunque una parte de ella sentía que se paralizaba, al mismo tiempo no podía dejar de vibrar.
¿Qué fue eso qué sintió? ¿Qué le hizo sentir esa explosión interna y luego esa calma tan desconocida y placentera? ¿Esa calma que estaba en su cuerpo?.
El pasillo y las muñecas fueron testigos de ese nuevo juego. Mamá estaba ocupada, tal vez en la cocina, tal vez con el hermano recién nacido. Pero ella no debía enterarse. Nadie podía saber, ni ver el juego nuevo, qué bueno que las muñecas no pueden hablar, pensaba. Tal vez por eso mamá repetía tanto que al baño había que ir sola, que nadie debía limpiarla después de hacer pipí, pero este líquido que sentía en su calzón no olía a la orina que tantas veces se secó en su ropa después de las carcajadas con los primos del rancho. Está humedad se secará en el calzón, igual que la pipí, aunque por ventaja este nuevo líquido no la podía delatar.
Empezó a salir menos con las niñas vecinas que por las tardes la buscaban para jugar. Ella prefería peinar a todas sus Barbies. Dejarlas listas para el siguiente día y no necesitaba ayuda ni compañía para pasarla bien y, aunque a veces sentía que el corazón se le salía de tanto latir, se calmaba al notar cómo los mismos latidos disminuían al dejar su cuerpo inerte y derretido de tanto placer, que no le importaba nada, ni las muñecas, ni sus peinados, ni sus vestidos.
Fastidiaba a la maestra del kinder con el permiso de salir al baño, porque descubrió que eso que tanto le gustaba venía de su cuerpo y no de las muñecas y, temerosa de perderlo, salía al baño para meter su mano bajo el calzón y asegurarse con un pequeño rose que todo estaba en su lugar. Al dejar las muñecas y estimularse con sus dedos, descubrió su olor, parecía muy similar al olor de las crayolas, y pensaba que así como podía oler las crayolas todo el día, podría dejar sus calzones pegados a su nariz para siempre. A veces mientras estaba en el recreo, pensaba que tal vez ella era rara, como un extraterrestre, porque nadie más hablaba del mismo juego y menos de esos olores de su cuerpo.
Creció y las Barbies ya no le gustaban, pero en los viajes descubrió esas tinas de los hoteles, en donde se enganchaba de la llave que las llenaba, y se acercaba a la pared con las piernas cada vez más abiertas y gozosas de recibir la presión del líquido vital, y experimentar sensaciones más intensas cuando el agua era tibia. Así adoptó el gusto de bañarse, porque en la pubertad eso era lo más odioso. Luego, la familia la molestaba porque se quedaba horas y horas bajo la regadera y se cambió de turno en la escuela, al vespertino, así podía ocupar el baño hasta el final, sin que la molestaran, la casa era suya mientras los demás iban a la escuela y a trabajar.
Cuando estudiaba pensó que esos terrores nocturnos que tenía de niña con esas imágenes místicas religiosas, que se le aparecían a los niños según su abuela, en realidad era la frustración de no poder acariciarse, pues no bastaba con que sus padres la escucharan, sino con estas deidades omnipresentes, las ganas de tocarse le causaban insomnio y era tanto su deseo que, de solo recordarlo, podía sentir cómo su vulva se hinchaba y se mojaba y aprendió a tener orgasmos con tan solo contraer y relajar su vagina.
Ya casi adulta, por fin tuvo un pequeño cuarto propio donde podía encerrarse el tiempo que quisiera después de clases, poner música y estar a oscuras, llegó a frotarse tanto que la ropa le rosaba. Escuchó varias veces en la iglesia que tenía que respetar su cuerpo y le dolía la panza al pensar en su secreto, entonces prometió a Dios no volver a hacerlo, pues hablaban tanto de ser buena e ir al cielo que pensó era importante controlarse, pero después de tantas promesas rotas, mejor dejó de ir a la iglesia, qué importaba el cielo y el infierno, si podía sentirse gloriosa y bendecida cada vez que se tocaba.
Georgina Paola Grande-Arriola Celaya, Guanajuato, 1983. Maestra en Psicología Clínica y Educadora para las Sexualidades Humanas, fundadora y colaboradora en los proyectos Amarantáceas Púrpura y Psicología para Sanar, amante de los gatos, los perros y del tiempo libre.



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