"Antonia", de Alejandra Tello


A Cristi,

por regalarme esta imagen.

 

Estaba en la escuela cuando las hermanas Rodríguez le arrebataron la muñeca que traía. Aquella rubia de vestido azul y mediecitas blancas, con sus dos trenzas bien peinadas. Antonia las miró tirarle del cabello y reírse mientras lo hacían. Y en vez de ponerse a llorar, como ocurría siempre, enfureció de tal modo que el calor de su rabia comenzó a incendiarle el pecho.

En un instante, dos líneas de fuego salieron de sus pezones de niña sin lastimarla. Hicieron dos agujeros muy finos en su uniforme y se dirigieron a las espantosas gemelas Rodríguez, prendiéndoles los cabellos enmarañados. Ambas empezaron a gritar y a correr, al mismo tiempo que se golpeaban una a otra en la cabeza para poder apagarse.

Los niños que presenciaron la escena se apartaron asustados de Antonia. Ella, sin importarle lo que ocurría a su alrededor, se agachó a recoger su muñeca para sacudirle el polvo.

A la hora de la salida la maestra le comunicó que la esperaban en Dirección. Cuando entró, su madre ya estaba en la oficina. Antonia se sentó a su lado sin quitarse la mochila y abrazando su muñeca. La madre la miró de reojo con reproche.

La Directora, de pie frente a ellas, les dijo muchas cosas que Antonia procuró no escuchar, porque el fuego en su pecho amenazaba con incendiar el escritorio. Al final del largo sermón, su madre firmó varios papeles y salieron de la escuela sin hablar. Atravesando los pasillos solitarios, acompañadas por el eco que les devolvían sus pasos.

En la nueva escuela las cosas no fueron distintas. La primera semana chamuscó la lonchera de un niño que quiso robarle el almuerzo. La suspendieron tres días. Su madre intentó disuadirla, al principio con regaños y castigos; después, con interminables discursos sobre el rencor y el resentimiento, sobre el perdón y la paciencia. Antonia miraba a los lados y repetía en su mente canciones pegajosas para distraer la atención del calor que abrasaba su pecho.

Los años pasaron y sus senos crecieron a la par que los incendios.

El peor de todos fue la vez que casi quema la casa, el mismo día que murió la abuela envenenada con medicamentos por aquella tía demente que alucinaba con ángeles y arcángeles.

Después de eso tuvo pesadillas por meses. Se levantaba de golpe en la madrugada, gritando y llorando de rabia. Con la sensación de huesos rotos, astillados. Y una tristeza estacionada que le dolía en la carne, en los ojos, en el aire.  

(Quién sabe cuántas noches habrá quemado sus sábanas, para luego apagarlas golpeando con los puños, atragantada en lágrimas y sollozos).

Y además la culpa… 

Tal vez porque nadie volvió a hablarle, mientras la loca siguió sus días como si nada.

Antonia se alejó de todos y por un tiempo intentó contener su fuego, que suficientes problemas le había traído. Pero un año después, al cumplir 17, se encontró desnuda frente a ese muchacho moreno de manos pequeñas que miraba su cuerpo queriendo abarcarlo.

Luego de besarse, él alabó su calor y sus pantorrillas. Ella correspondió enroscando sus dedos en los rizos negros de él, que animado trepó sobre ella (igual de desnudo) y la miró a los ojos como quien pide permiso.

Ella sonrió por respuesta y de sus pechos nacieron dos llamas como brazos que se extendieron por la cama hasta derramarse en el piso. Escurrieron por las escaleras, inundaron la planta baja, se desparramaron por las ventanas, cubrieron el jardín y las banquetas; y se deslizaron por el pavimento, calle arriba, calle abajo, hasta quién sabe dónde.

Por cuarenta y cinco noches incendiaron aquella habitación. Antonia había soñado que llegarían a las mil y una…

Pero un día, sin saber por qué, el muchacho moreno de manos pequeñas y mentirosas, no regresó. Ni para decirle que era una brasa, ni para nada.

Antonia no supo qué hacer y se quedó esperando de pie en la ventana con el pecho apagado, queriendo entender.

Luego le dio por contar los días hasta encontrarlo. Pasaron veintiséis. Cuando estuvieron de frente, ella lo dejó hablar mientras decidía si le achicharraba el cabello, le llenaba de ampollas las manos o lo dejaba sin cejas. Él lanzó un discurso ensayado y ridículo sobre la responsabilidad afectiva y la importancia de saber cuándo alejarse de alguien y dejarla vivir sus propios procesos en soledad, sin interferir, porque él siempre había respetado su libertad y su independencia.

A cada palabra se fue encogiendo ante sus ojos. Deformándose, hasta tomar su verdadero aspecto. Entonces, en vez de que el odio hirviera en ella transformado en fuego, decidió no desperdiciar ni una sola chispa y despedirse con un deseo:

Ojalá que tengas frío siempre…

Se dio la vuelta y caminó con los brazos cruzados, abrazando su pecho, al tiempo que recordó aquel momento cuando levantó su muñeca del piso y le sacudió el polvo.



Alejandra Tello

(CDMX 1978). Licenciada en Ciencias de la Comunicación y, próximamente, en Lengua y Literatura Hispánica por parte de la UNAM. Escritora y artista plástica. Entre sus publicaciones están: “Presencias” (2000), crónica sobre el asesinato de una estudiante en el marco de la huelga universitaria de 1999; “Confesiones” (2019), cuento ganador del XXVII Certamen Literario Juana Santacruz, organizado por el Ateneo Español; “Interior 407” y “Con los ojos abiertos”, cuentos publicados en la revista Página Salmón.


Comentarios

Entradas populares