"TERREMOTO DEL 85", de Guadalupe Calles

El martes dieciséis de septiembre, como raramente acontecía, Antonio, el padre de mis hijos llegó a invitarnos al desfile. Ya teníamos varios años separados, pero Paco y Ana quisieron salir con él y hasta el bebé Calles fue con nosotros al centro que nos quedaba aproximadamente a diez minutos de distancia de donde vivíamos. Después del desfile fuimos al cine, la película de moda era: Historia sin fin, ahora, cada que la veo, en la escena donde llega la nada, con sus terribles ruidos y la sensación de inseguridad que tiene esa parte del filme, recuerdo que durante el terremoto me venía la misma sensación.

El diecinueve de septiembre salí de trabajar a las cuatro de la mañana, un taxista nos llevó, como de costumbre, a mí a la colonia Doctores y a Rosy Yáñez a Tlatelolco. A las siete am. me levanté para llevar a mis hijos a la escuela, los tres estaban ese día con mi mamá, enfrente de donde yo vivía. Iba a prender el calentador con un combustible, pero cuando abrí la llave de la regadera no había agua. Subí a la azotea para asomarme al tinaco, en los lavaderos estaban dos vecinas con las que nos medio saludamos y trepé arriba del tinaco. De pronto vi que el agua que este tenía se movía, se me hizo raro, pero volteé para bajarme y oí que las dos vecinas estaban rezando y al verlas estaban hincadas llorando. Se me hiso exagerado, porque estaba yo acostumbrada a los temblores.

En el edificio, llamado San Juan, de Telmex, cualquier pequeño movimiento se sentía, y nunca pasaba nada, pero ese día, cambié de opinión cuando un tanque de gas se volteó por el movimiento y empezó a dejar escapar su contenido. “Creo que está más fuerte que de costumbre”, pensé, y me encaminé ya con trabajos a tratar de bajar las dos escaleras que me llevaban a la planta baja. Entonces ya estaba preocupada por los efectos que el terremoto hiciera en la casa de mi abuela que se veía frágil, para resistir algo así. Ahí vivían mis padres y estaban mis hijos esa mañana. Al bajar la primera escalera un vecino iba subiendo, gritando: "¡Mamá, mamá!". Como pudimos nos esquivamos, porque el movimiento, para ese momento, estaba más fuerte y oí como se cayó un pedazo del cubo de luz que estaba afuera de mi departamento. Tuve que bajar la segunda escalera con más cuidado porque estaba cayéndose a pedazos y se movía de un lado a otro como si fuera un puente colgante. Llegué a la parte baja y todavía me faltaba un tramo más para llegar a la calle. Cuando estuve en el zaguán me asomé hacia la casa de mi abuela y vi a mi papá en su bata roja, seguramente había ido a su taller que estaba a un lado de la casa. Parecía que mi papá bailaba una extraña danza, pues estaba tratando de caminar hacía la casa. Al verme me gritó: "¡Pipis, no te muevas, quédate ahí!". Todavía no se paraba completamente el meneo, cuando la gente empezó a correr hacía la calle de Doctor Neva. “Se cayó un edificio”, decían y mucha gente se apuró a tratar de sacar de los escombros a sus vecinos. No lo podía creer, no alcanzaba a pensar qué tan grande era la tragedia para la ciudad de México. Cuando sentí que paró el movimiento, fui a ver a mis hijos, mi madre estaba desconcertada y muy asustada pues ella había vivido el temblor “del Ángel”, es decir el del cincuenta y siete y había visto muchos destrozos debido a este fenómeno. Después de unos minutos traté de hablar a Telmex, imaginé como se había sentido ese terremoto en el edificio que está sobre gatos hidráulicos, pero no había línea. Entonces se me ocurrió asomarme a la esquina de Doctor Neva, donde se había caído el edificio. 

En un colchón estaba ya un cadáver, la gente, aun los que sabíamos que se dedicaban a asaltar, estaban apurados cargando tanques de gas, piedras y todo lo que se pudiera remover con sólo sus manos. Dentro del caos había un orden pues los vecinos empezaban a organizarse para ayudar. Como si la realidad fuera un lienzo al que se le van dando pinceladas, poco a poco fui recibiendo noticias terribles. La señora que era dueña de la tienda la Huichapeña repetía: “Se les cayó encima el edificio de la ferretería a los niños de Silvia, estaban paraditos afuera de su casa y de pronto desaparecieron entre el concreto y el polvo”. Inmediatamente vinieron a mi mente estos niños, aproximadamente de la misma edad que mis hijos mayores.

Muchas veces, aun sin hablarnos, Silvia y yo íbamos de prisa hacia la escuela Felipe Rivera a dejar a nuestros niños. Sentí mucho dolor, en eso vi un muchacho con su uniforme blanco, pensé que seguramente se encaminaba hacia el Centro Médico del IMSS que está a cuatro cuadras de ahí. Le pedí:
—Por favor cuando llegue al hospital envíenos ayuda, no hay ambulancias no hay líneas telefónicas y hay heridos aquí. 

El muchacho asintió con la cabeza, quien nos dijera que el Centro Médico estaba en condiciones muy graves también. Me tocó trabajar en el sindicato pues la torre de San Juan se había caído y el edificio también estaba averiado, era delegada en ese tiempo y se supone que era la encargada de organizar el servicio en las noches junto con Jesús Hernández Juárez (DEP) quién en esos tiempos tenía como veinte años. Él es hermano de Francisco, el secretario general. Era terrible estar ahí en las noches. Mi pesadilla empezaba cuando teníamos que encerrarnos en el viejo edificio del sindicato. Desde que empezaban a pasar las llaves sufría, tenía miedo de que viniera otro terremoto como se rumoraba que pasaría, y quedar allí atrapada sin mis hijos. ”No”, me decía yo, ”o todos muertos o todos sobrevivientes, no quiero que me pase lo que a Silvia, ella se quedó enterrada junto con su esposo y su bebé recién nacida, les dijo a sus pequeños: “Ustedes sálganse, váyanse a la calle”. Lo que pasó fue que quiso el destino que ella, su marido y su bebé salieran después de uno o dos días, pero sus niños murieron al querer resguardarse en la calle.

Esas noches eran terribles pues llegaban al sindicato rescatistas de varias partes del mundo a hacer llamadas que enlazábamos con las operadoras de Guadalajara y Monterrey. Sólo oía número de muertos, listas y listas de personas encontradas sin vida. También llamaba gente que personalmente estaba buscando a sus familiares, como la llamada de Italia que me tocó atender.

—México, te habla Roma, ¿cómo estás?
—Pues bien, Roma, dime qué necesitas.
—Mira, mi persona (clienta) está buscando a su hijo, no ha tenido noticias de él ¿puedes ayudarnos? Dice que su hijo estaba hospedado en el Hotel Del Prado.
—Sí, Roma, un momento, por favor.
Tomé una lista y este hotel aparecía como uno de los que se había caído durante el terremoto.
—Roma, aíslate, por favor.
—¿Qué pasa México?
—Mira, ese hotel se cayó
—Oh no, México, ¿cómo le voy a decir eso a esta señora que está tan mal por no saber de su hijo?

Eran momentos muy difíciles para mí, llegué a pensar que cuando tuviera que regresar a trabajar al edificio de San Juan, mejor iba a renunciar. En esos momentos prefería no tener trabajo a enfrentarme a otro terremoto, encerrada. Uno de esos días una compañera me dijo que habían asegurado que esa noche temblaría muy fuerte. No aguante y le grité:
—¡Oye, eres muy irresponsable, cómo se te ocurre decirme algo así! ¡No me digas eso por favor!.

Empecé a temblar, estaba sumamente nerviosa. Ella se apenó y yo me arrepentí de mi arrebato, pero me dejó cargada, porque en la madrugada llegaron unos rescatistas brasileños con sus uniformes de camuflaje. Se me hizo tan extraño ver gente uniformada de este modo. Pidieron una llamada a Colombia, cuando tuvieron a alguien del otro lado de la línea empezaron a pasar la lista de los muertos que habían rescatado. Con cada nombre yo me inflaba más y más de sentimiento, cuando ya no pude corrí al fondo de ese lugar y me solté a llorar porque tenía un ataque de pánico. Estuve un rato ahí tratando de calmarme y al final, regresé a la sala de llamadas y, aún con una taquicardia del demonio, intenté seguir trabajando para terminar al menos ese turno.




Guadalupe Calles

Nací en diciembre de 1955. Me crie en un barrio bravo de la Ciudad de México, en la colonia Doctores. Fui miembro de la primera generación de CCH, una valiosa experiencia que me dejó, entre otras cosas, adicción a la lectura. Trabajé en Teléfonos de México de mayo de 1979 a septiembre de 2004 como operadora de Larga Distancia Internacional. Después de jubilarme acudí a diversos cursos de autobiografía en la Casa Universitaria del libro con la escritora Rosa Nissan y de Literatura infantil con Angélica Castilla. Mis pasiones, son la escritura, la política y la música de los 60’s y 70´s. Mi primera obra es La Princesa Citlalli. Posteriormente en edición libre: Cromosoma X, Negra consentida, Cubito de hielo, La loca, Paco, Amarela, Los amantes de la Calles, Chismitos de mi barrio, Cómo viniste, La princesa Ziplip y al alimón con Edgardo Díaz Colín, Rosas rojas. Además, las antologías: Atisbos y precipicios, Amores que arañan, Que trabajen los burros, Mi primera es, La carta que nunca envié I y II, Relatos fúnebres I y 2, El orgasmo que viene, Con la sazón de mi abuela I y II. Participé en la antología Mujeres con mala reputación I (Punto G Ediciones, 2022) y Mujeres con mala reputación 2 (Punto G Ediciones, 2023) Mujeres con mala reputación 3 (Punto G 2025), Las manos de mi padre y ¡En la madre! (Punto G Ediciones, 2024). He coordinado todas las antologías mencionadas.



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