"Lepra", de Amaranta Verdugo Montero

Llevábamos un par de años medio enamorados, medio íbamos y veníamos. O más específicamente yo iba y venía. Y un día, en medio de angustia, me la cantó directamente: te amo, quiero que estemos juntos. Pienso ahora que también disfrutaba un poco hacerlo sufrir… Y por otro lado tenía miedo de la decepción. Sin embargo continuamos durante cuatro años. A mi me estaba yendo muy bien, cuando lo conocí estaba regresando de una gira en Europa a mis tiernos veinte añitos. Una de mis idas posteriores y ya estando en la relación con él, fui algunos meses a Centroamérica en donde, como me había advertido el I Ching, rompí algo frágil de por sí, por ser impetuosa y descuidada. En esa vuelta llegué y él estaba lleno de escamas en las comisuras de los labios, en los párpados y en las corvas. Temblaba en el aeropuerto mientras me daba un anillo y una rosa. Esta vez no me fui más. A los pocos meses noté que empezaban a crecer algunas escamas en mi piel, pero eran muy leves y mucho menos visibles, quizá porque él era mucho más blanco que yo.

Nos mudamos juntos a otro estado de la república, porque recibí una invitación a trabajar en ese lugar y me lo llevé pues nos urgía tener nuestro espacio. Lo cierto es que disfrutábamos mucho de nuestra desnudez, de nuestros jóvenes, hermosos, rozagantes cuerpos. De descubrir sensaciones juntos y los límites de nuestro incipiente y desbordado placer, pero también de los límites del control del uno sobre el otro, de la intensidad de las emociones que nos provocábamos. Quizá solo era una reproducción del amor romántico que alimentábamos leyendo Rayuela juntos y soñando con ser tan intelectuales como Oliveira y sus secuaces, escuchando bebop y canciones viejísimas que en realidad me eran lejanas y ajenas, pero pronto se almacenaron en mí. Llegamos a vivir a una casa cuya renta era barata porque en la planta baja había un ventanal al que le faltaban vidrios y, en general, había estado abandonada durante años. Ya estando ahí el dueño nos contó que la casa se incendió no muchos años atrás y, poco a poco, fuimos descubriendo mensajes de resentimiento en rincones de la casa que parecían haber sido escritos por niños. Algunas paredes tenían manchas rojas y negras, como sombras estampadas por el fuego previo. También había tags hechos con aerosol en techos y paredes. La verdad era una casa muy tenebrosa y no teníamos mucho presupuesto para arreglarla, pero un compa hizo lo del ventanal a cambio de dormir un par de semanas en la planta baja.

Cuando llegamos yo no me encontraba en mi mejor momento, de algún modo, las escamas habían empezado a crecer en mi útero, y tuve que pasar por un procedimiento médico que había dejado mis hormonas hechas un desastre. Muchas veces me sentía hundida, me quería morir y otras pocas llegaba a sentirme más o menos tranquila, pero no me podía sentir completamente bien cuando estaba en la casa o cerca de él y de todas maneras le exigía cariño, atención, muestras de amor. El sexo cada vez era más embriagador para mí y quería más de esa sensación de unión casi absoluta todo el tiempo, aunque notaba que las escamas volvían a aparecer.

Para ese momento él ya tenía algunos trabajos esporádicos que le dejaban poco dinero, pero le estaban sirviendo para hacer contactos y el tiempo que no trabajaba le servía para estudiar. Yo tenía un trabajo estable en el que ganaba algo decente que me permitía pagar la renta, todos los gastos de ambos y que me sobrara un poco. Recuerdo un día que me compré un vestido súper bonito con brillantes me reclamó:

¡Mira, amor! Me compré el vestido que te enseñé el otro día.

Ah, sí, está bonito… ¿Cuánto te costó?

Pues me salió un poquito caro, pero nos alcanza para lo demás.

¡No mames! Mi ampli se descompuso, hay que pagar eso primero, es mucho más importante que andar comprando pendejadas, aparte hay que arreglar las cosas de la casa...

Pero me alcanza para las dos cosas. Además es mi dinero ¡Cálmate un chingo, por favor!

Ese día volví a ver las escamas en sus párpados, y las de los labios hasta volaban con el movimiento mientras pronunciaba su reclamo, no podría decir si llevaban tiempo ahí, pero hasta entonces las pude notar. Esa noche él se fue a trabajar y yo me quedé en casa, pues al día siguiente trabajaba desde muy temprano. Por ahí de las cuatro de la mañana llegó apestando a alcohol, se quitó la ropa y se me fue encima mientras yo seguía dormida. Me penetró sin siquiera preguntarme, sin besarme, sin cuidado y con violencia. Como si yo no fuera esa persona a la que decía amar, como si fuera un agujero o un objeto inerte que existe solamente, para ni siquiera darle placer, sino descargar una necesidad fisiológica, como una bacinica sexual. Mientras se movía pude notar entre los tenues rayos lunares algunas de las escamas flotando a mi alrededor, cayendo sobre la cama y sobre mi cuerpo. También caían de mí, mi abdomen e ingles estaban llenos de escamas, podía sentirlas con las yemas de mis dedos en las que se pegaban antes de volar, flotar y lentamente caer. A la mañana siguiente me fui a trabajar. Las escamas parecían haber desaparecido de mi cuerpo, pero el colchón había quedado lleno de una especie de nieve de pedacitos de piel seca, de escamas humanas que descansaban también sobre su cuerpo completamente relajado.

La casa no mejoraba. El dinero no alcanzaba para comprar pintura y teníamos algunas plantas que queríamos sembrar en el jardín, en el que el pasto estaba quemado, muerto. Un señor viejito, muy viejito, vino y aplanó el terreno, podo un poco el árbol que parecía ser la causa de la aridez de la tierra y sembramos nuestras plantas. Las regábamos en la noche para que crecieran junto con el pasto. Pero nunca nada creció, al contrario, todo lo sembrado se secaba. Yo limpiaba la casa frenéticamente como si eso pudiera calmar mi ansiedad, mi miedo y mi sensación de extrañeza al estar dentro de ese lugar que además exacerbaba mis pensamientos fatalistas. Un día, mientras limpiaba la puerta de la habitación, empecé a alucinar con un lenguaje que nunca había escuchado. En mi cabeza resonaban palabras desconocidas y podía ver cómo mis manos se llenaban de escamas. No podía parar de limpiar hasta que llegó él y me sacó del trance.

Nuestra relación era cada vez más distante y cruel, me di cuenta de que desde el principio él había sido vago, pero persistentemente desdeñoso y al mismo tiempo me decía que me amaba, que me admiraba. La intensidad de mi necesidad, así como las escamas en mi cuerpo crecían y se expandían, no daban tregua ni cedían ni las podía o quería controlar. Quería que fuera como al principio, que él sufriera por mí y no al revés, que él se mostrase sediento, ansioso de mi, de mi cuerpo, pero él cada vez estaba más lejos, lleno de escamas, pero alejándose de mí.

Tiempo después me presentó a K, una mujer de nuestra edad, súper inteligente, divertida y bonita. La invitábamos a jugar Atari a la casa, una que otra vez se quedó a dormir y a hacer el almuerzo con él si es que yo me tenía que ir a trabajar. En esa pequeña ciudad me daba tiempo de ir a trabajar, volver a almorzar en casa y regresar al trabajo unas horas más. Hasta que un día “pueblo chico, infierno grande” se hizo realidad. Me enteré de que en algún momento K y él habían tenido un encuentro sexual que yo ahora, con escamas creciendo en mi cuerpo y en mi alma, pensaba que se le habían podido sumar algunos otros. En mi casa. En mi cama. En mi pendejísima cara. Podía visualizar claramente sus cuerpos rozándose, a ella húmeda, a él entusiasmado e indolente y me preguntaba si ella veía las escamas, si le importaban.

El pecho, las ingles, el abdomen, el ambiente se llenó de escamas esa noche. En cuanto llegó a casa lo confronté, le pregunté si era verdad. Al principio trató de negar todo, pero la culpa o la desvergüenza, el hartazgo de mí, de mi locura, de mis escamas, lo vencieron y confesó que era verdad. Entre disculpas y justificaciones, yo enfurecía cada vez más y le decía cosas crueles que él me devolvía al doble. Poco a poco se nos empezaron a llenar de escamas las caras, los cuerpos, las paredes, el piso, los muebles, el aire mismo. Aparentemente algunas de ellas hicieron una chispa con las cortinas y desataron el incendio.

 


Amaranta Verdugo Montero

Chilanga nacida en Guadalajara en 1982. Soy bailarina, estudié psicología y ahora me dedico a la animación cinematográfica y a fantasear. De niña leí todo lo que se me ponía enfrente, siempre me ha gustado escribir y dibujar.


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