"El deseo in-cierto", de Cristina Isabel Ramírez

Caminó por su recámara, había visto una silueta que parecía una ilusión.

El viento movía las cortinas silenciosamente y Marcolfa no dejaba de mirar la ventana. Ahí estaba, una mujer colgada de un suspiro, con el alma rota y le sangraba la muerte.

Marcolfa, al sentir la presencia de Oralia, la miró y salió de la habitación sigilosamente como lo haría cualquier felino.

La mujer colgada de un suspiro llevaba ropas viejas, un abrigo a cuadros, unos pantalones negros y un suéter que le cubría las ronchas viejas de las manos. Oralia se acercó a la mujer colgada de un suspiro y metió la mano en uno de los bolsillos de su abrigo, sacó un papel arrugado, un encendedor y una moneda de diez pesos. El papel tenía escrita una dirección. Los colores del encendedor le hicieron recordar a una muchacha triste que servía bebidas en un bar a deshoras. Los diez pesos podrían funcionar de compañía a un montoncito de monedas dentro de una botella plástica y sucia. Sintió temor de quedarse con los diez pesos, era un robo. Casi casi una estafa. Pero quizá le pesaban tanto el papel, el encendedor y la moneda.

Oralia se sentó al pie de la cama mirando fijamente el papel arrugado: calle Décima y Miramar #423. Una oleada de sangre fría recorrió su cuerpo, sabía lo que tenía que hacer. Una lágrima de ira recorrió su rostro. Respiró. Estaba tan llena de imágenes con esa dirección que no se dio cuenta que había amanecido ya. Quizá habían pasado tres o cuatro días sentada al pie de la cama.

Un crujido del cuello o de algún otro lugar de aquella mujer colgada de un suspiro la trajo de vuelta. El cuerpo estaba descomponiéndose de a poco. Buscó en su bolso un cigarro que encendió con el encendedor de colores de un mantra descolorido.

Intentó hacer un par de llamadas, pero sus manos eran agua y su corazón estaba salido. Tampoco se había percatado de Marcolfa, no habían hablado hace días. Tres o cuatro días.

Logró sostenerse en pie, se cambió las zapatillas deportivas por otras más holgadas y salió a la calle.

Caminó sin rumbo, hacia la calle Décima.

Sus pensamientos estaban como los pájaros en primavera. Y su pecho parecía una película del antiguo oeste: desierto, sin poder tener una mirada clara por el polvo y la pesadez del calor. Sus pasos retumbaban en sus ojos como un tambor de sonido lineal, fuerte pero sin ritmo.

Pudo ver a la señora de la esquina vendiendo frutas. El mercadito de siempre estaba abarrotado de personas con máscaras de muchos colores. La fiesta de la felonía había empezado. Hacía tiempo ya.

Ahora era ella quien ejercería la lealtad de sus muertos.

#423. Entró. Alguien preguntó qué necesitaba. Oralia ignoró esa voz inútil y entró al cuarto donde él parecía que la esperaba desde entonces.

—¿Sí?

—No me recuerdas, ¿verdad?

—No —dijo con tono nervioso.

—Hace años sucedió y vengo a mostrarte esa voz que callaste por tu pequeñez.

—No entiendo.

Oralia le pidió buscar una fecha en sus archivos.

Cuando él se percató del nombre que sostenía esa fecha, quiso salir del cuarto, pero ya era tarde.

Ella se acercó a su silla móvil y le escupió. Luego no podía dejar de reír a carcajadas. Él la miraba incrédulo.

Mientras más reía, más iba calentándose su sangre. Las manos ya no eran de agua y el corazón salido se acomodó en el estómago. Le tapó la boca con un trapo húmedo, con un cuadro de piedra que parecía un título académico, le dio un golpe en la cabeza. La de la voz inútil observaba todo con ojos muy abiertos. Cuando sintió que Oralia se le acercaba, suplicó que la dejase ir. A Oralia poco le importaba si se iba o se quedaba a ver la celebración de la venganza.

Con un cuchillo empezó por hacer cortes en su cara, la de él. Fue bajando lentamente hasta concentrarse en arrancarle la respiración. Él poco a poco despertaba.

Se encontró en un couverture de sangre y líquido amarillo. Parecía que lloraba.

Oralia, un poco menos agitada, se sentó frente a él. En una silla que ya conocía, que tenía los recuerdos y las palabras de tantas voces desesperadas.

Casi no podía ver. Estaba cansada y feliz. Como cuando el mejor orgasmo ha pasado y quedan las palpitaciones tenues en el cuerpo.

Apenas escuchaba los gemidos de dolor y pedido de ayuda que él estúpidamente emitía.

Ella tomó el teléfono. Llegaron los niños, hijos y nietos a verle cómo hacía figuras con sus restos de órganos en el couverture.

Oralia se arregló el cabello con un chongo mal hecho. Limpió apenas sus manos de agua, con una tela. Marcolfa hizo un débil maullido a sus pies y ella se quedó inmóvil frente al espejo donde estaba una mujer colgada de un suspiro.


Cristina Isabel Ramírez

(Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1979). Psicoanalista. Docente. Amante de la escucha, las palabras, la rebeldía y el café con pan. Ha publicado dos poemarios: Palabra de Gata (2021) y Dolor Reciclable (2024), ambos por Editorial Sophia.

Comentarios

  1. Como siempre: un estilo único para trasmitir emociones profundas, intensas y en ocasiones, desgarradoras. Gracias Cris

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