"Nadie vendrá por mí", de Alejandra Tello.


Desde que vine a vivir con la abuela empecé a enfermar del estómago. Yo sé que su comida me hace daño, que me envenena, pero nadie quiere creerme. También el agua está contaminada. Lo sé porque cada vez que la tomo me dan calambres en los riñones.

     La abuela dice que debo tomar más para que se me quiten. Yo no le hago caso. Desconfío de sus ojos. Siempre me miran con odio, parece que hurgan en mi interior buscando la parte más blanda, la más débil, para encajarse por ahí.

     Llevo seis días con vómito y hoy no pude levantarme. La abuela me trajo el desayuno y se quedó sentada a mi lado para ver que lo comiera. Debió darse cuenta de los residuos en el escusado. Creí que podía confundirlos con restos de vómito, pero no fue así. Ahora sabe que tiro la comida y también el agua. Acaba de dejarme una jarra llena porque estoy deshidratada, dice.

     Necesito salir de aquí y no sé cómo, cada día tengo menos fuerza.

 

No puedo creer que terminé la comida. Debe ser el miedo que me inspira… en cuanto se descuide voy a vomitarlo todo. Estoy segura de que hace las cosas a propósito, sabe muy bien que la fruta madura me da asco y eligió los plátanos más oscuros y la papaya está casi podrida.

     Le di mil vueltas a esa masa reblandecida sin poder tragarla. Ella no se movió de la silla. Tejía sin parar y aunque disimule yo sé que me observa con sus ojitos pequeños como de rata. Hasta me pareció que sonreía. Por eso no tiré ningún bocado en las servilletas. Ni siquiera sentí consuelo cuando las náuseas me hicieron beber el agua a grandes sorbos. Quisiera lavarme los dientes al menos, pero necesito que se largue de una vez.

     Si todas esas personas que vienen a verla supieran la verdad, seguramente se asustarían. Cuando he intentado decirle a alguien, me miran con desconfianza. No pueden creerlo. Y es que la abuela sabe disimular. Varias veces la he descubierto frente al espejo de su recámara sosteniendo la figura del niñito Dios, intentando imitar su gesto beatífico. Parece una niña viejita y santa.

     La gente viene a pedirle consejo, a que los cure. Se sientan a su lado y le cuentan sus secretos más terribles. Mientras simula rezar, ella se detiene por momentos, los mira a los ojos, les limpia las lágrimas, los desarma. Luego les hace preguntas. Preguntas incómodas, obscenas. Y cuando ellos responden, sus ojos horribles se quedan en blanco —estoy casi segura que se excita—. Al final hasta le besan las manos y yo, que debo estar ahí por si se necesita algo, tengo que aguantarme las arcadas.

     ¿No les da repulsión tocarla? Cuando ella se acerca, mi primer instinto es recogerme para que ni siquiera me roce. Y ella lo sabe.

     Ella sabe que sé de lo que es capaz, por eso me odia y quiere destruirme.

     Yo no quería venir aquí, me trajo mi padre hace casi seis meses. Nunca supo qué hacer conmigo. Por más que le rogué que me llevara, no hizo caso. La abuela dice que me parezco a mi madre, que me voy a volver loca y prostituta como ella, que por eso su hijo está perdido. Yo no la recuerdo, la gente dice que tengo su cara y su cuerpo.

     Al principio no me daba cuenta de lo que hacía, sólo notaba que después de las curaciones se encerraba en el cuarto de los santos. Y como también se encerraba en la habitación que había sido de mi padre para llorar y gemir, no le di la importancia debida.

     Eran los únicos espacios a los que tenía prohibido entrar. Ni siquiera para hacer limpieza. Alcanzaba a verlos un poco cuando ella pasaba. La recámara de él me daba lo mismo, con la cama revuelta y su ropa regada. Sentía aversión solo de pensar en lo que ella hacía.

     La de los santos, en cambio, siempre me causó una mezcla de terror y curiosidad. Es una habitación negra, llena de repisas y velas encendidas que iluminan las figuras de yeso. A veces me pegaba a las hendiduras del quicio y escuchaba ruidos extraños. Parecía no estar sola.

     Un día entré sin avisar. Ella había dejado la puerta mal cerrada y un impulso me empujó a abrirla. La encontré con un frasco pegado a los labios, adentro bailaban sombras y la abuela les hablaba en distintas voces, ¡las mismas de las personas que iban a visitarla! Inmediatamente intentó ocultarlo y me corrió con un gesto horrible de su mano. Aún guardo la imagen desfigurada de su rostro y el destello de las velas en los frascos que inundaban la pared del fondo.     

 

No he podido levantarme al baño. Me siento peor que cuando desperté y estoy segura que es por la comida. Debo pensar en algo para irme hoy mismo, tengo miedo que se haga de noche. Ya me dijo que me va a hacer otra limpia. Sería la tercera en esta semana.

     No sé de dónde saca esos huevos, son un poco más grandes que los de las gallinas, de color gris verdoso. Siempre están húmedos y huelen raro. He intentado espiarla cada vez que se los traen. Siempre es por la noche. Ella baja con un envoltorio de papel y me dice que cierre bien las puertas, que vaya a dormirme. Y cada vez que intento seguirla, el sueño me dobla las piernas. Cuando despierto los huevos están ahí.

     La gente viene seguido a que los limpie. Nunca los entenderé, yo quedo muy triste, como si se me secara la vida y tardo días con un sabor amargo en la lengua. Ella se los pone en la boca y les sopla su vaho, a veces los escupe. Luego me restriega todo el cuerpo, deteniéndose especialmente en mi pecho y entre mis piernas. Entrecierra los ojos y dice cosas: sálvala de su propia carne, castígala, haz que él vuelva. También llora y el huevo se llena de todas sus secreciones.

     La abuela ensucia todo lo que toca. Mata todo lo que toca.

 

Hace una semana intenté seguirla otra vez. Apagué todas las luces, me escondí en la cocina y estuve pellizcándome los brazos para no dormirme. Cuando la escuché bajar, reconocí sus pasos arrastrados y el ruido del papel. Me preparé para salir al mismo tiempo que ella abría la puerta.

     Di un paso en medio de la oscuridad. Ella se dio vuelta. Y en medio del silencio, tintinearon los frascos del envoltorio. No tuvo que recurrir a su viejo truco, porque yo quedé paralizada con ese sonido. Ella simplemente sonrío y se fue.

 

Me está dando mucho sueño. No debo dormirme. Debo esperar hasta que se vaya a la iglesia, ya casi es hora… Las campanas están sonando. Ahora se levanta y deja su tejido.  —¿Por qué no sale?—. Está acercándose, su mano suave me acaricia la cara. Intento quitarme y no puedo. —¿Qué tiene en la otra mano?— Es un frasco, está bañando un huevo.

     Tengo que hacer un esfuerzo… nadie vendrá por mí. Pero mis ojos no aguantan y van cerrándose sobre su sonrisa de niñito Dios.



Alejandra Tello

(CDMX, 1978). Escribo, pinto y hace poco regresé a bailar. Estudié Ciencias de la Comunicación y Literatura Hispánica en la UNAM. Entre mis publicaciones están: "Presencias" (2000), crónica del asesinato de una estudiante en el marco de la huelga universitaria de 1999; "Confesiones", cuento ganador del 27 Certamen Literario Juana Santacruz, organizado por el Ateneo Español de México. Formo parte de la antología "Cántaro de Voces". He publicado cuentos y otros textos en la Revista Página Salmón y en los blogs de Sonámbula y Especulativas.

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