Erotismo septuagenario: tres cuentos, tres autoras
El placer no tiene edad
Viva Escalera
Débora
llegó a los sesenta y descubrió que su nombre no le embonaba.
Su madre le había dicho que el nombre
adecuado es el que de niña se puede abreviar y de vieja usarlo en diminuto:
como María, que de niña es Mary y, de vieja, Mariquita. Así que no se explica
por qué eligió el nombre de Débora para ella, si no da para ni una de las dos
cosas.
Tuvo que aguantar, además, que en la
adolescencia, cuando sentía un hervor en la sangre que le causaba un placer
juguetón, los compañeros le gritaran “¡Débora la devora!”, porque, con una
alegría singular, aceptaba besar a cuanto chico se le insinuaba. Disfrutaba
entonces esconderse en los baños a meter la lengua en la boca del acompañante
en turno, mientras se dejaba tocar a la vez que tocaba la abultada entrepierna
del compañero de seducción.
Desde ese periodo a la fecha han pasado cincuenta
y cinco años en los que ese placer no la abandona. Sin embargo, esa insistencia
con la que la buscaban por sus dotes amatorias poco a poco dio paso a una
enorme soledad.
Nunca se preocupó por cultivar otra pasión
y casi sin darse cuenta fue combinando el placer sexual con el de comer. Día a
día y casi imperceptiblemente se fue poniendo obesa y torpe, la celulitis
invadió su cuerpo y el sobrepeso la agitaba.
Su soledad aumentó. Hombres y mujeres la
juzgaban, pero ella, a pesar de los pesares, engullía con inagotable placer
pasteles, botes completos de helado, pizza, papas, siempre sentada ante el
televisor comía viendo películas pornográficas mientras se masturbaba.
Los titulares del diario
Fany Liera
Recostada
en la cama, Rebeca observaba el techo del cuarto, lo escudriñaba grieta a
grieta, las líneas de humedad le parecían garabatos insulsos. Era una
habitación decadente, con cortinas amarillentas, con olor a viejo o ¿acaso ese
olor provenía de ella? Ignoró ese pensamiento y prosiguió su recorrido. Los
paisajes de los cuadros genéricos con campiñas verdes que ahora lucen
deslavados por el sol. Todo a su alrededor es un insulto.
Agotada por el quejumbroso recorrido
decide explorar algo más propio y conocido pero que igualmente le causa pesar.
Deja de escudriñar con sus ojos, ahora lo hace con sus manos, de largas uñas
pintadas en tono nacarado. Inicia pronto entre los pliegues que se le han
formado entre los senos, son surco superficiales, los anda un par de veces.
Continúa hacia su vientre donde las cicatrices que han dejado varias cirugías
son carreteras retorcidas. Se detiene; un fuego abrasador ha comenzado a
quemarle, retrocede, vuelve a su cuello, lo toca, hay piel que cuelga donde
antes había lozana tersura. Mas no es la sensación que busca. Allá abajo sintió
el reclamo, el sur de su vientre exigía su atención.
Sin recato pasó la sábana entre sus
piernas, la jaló suavemente, roce incendiario. Sus pliegues esos, que no son
producto de la edad, sino de la extraordinaria anatomía femenina se habían
dispuesto. La calidez y la humedad del roce aumentaron sin contenerse,
placenteras fuentes brotaron de ella. Temió inundar la diminuta habitación, en
su garganta se liberó un grito mitad suplica, mitad euforia.
Su temor se hizo realidad, el agua no
dejaba de brotar de su entrepierna, era un manantial infinito. Cerró las
piernas por instinto, pero la presión del líquido fue mayor. Pronto todo el
piso estaba inundado. Observó cómo las cosas flotaban: sandalias, sillas, una
mesita, el buró, todo danzaba entre sus aguas. Mismas que pronto
alcanzarían la orilla de la cama, parecía que todo el placer contenido en ella
por setenta años saliera de repente.
Quería sentirse preocupada, en verdad lo
quería, una santa mujer de su edad debería estarlo, sin embargo, sus dedos se
pegaban incontrolablemente a su clítoris y el placer se descargaba una y otra
vez. Un pensamiento surgió: ¿acaso se ahogaría de placer? ¿Cómo? Ella misma se
alarmó imaginando los titulares de los diarios:
Dulce abuelita de 70 años muere ahogada en motel a las afueras de la ciudad.
Septuagenaria y su joven acompañante mueren en alegre chapuzón.
Gandalla de 30 años da placer a viejita a cambio de su pensión del bienestar.
Absorta en lo terrible que eso sería para
su imagen no se percató que el agua había llegado hasta su boca, incapaz
de esforzarse por su vida, decidió sucumbir.
Sólo era su boca recibiendo un beso, al tiempo que una voz grave le decía: vístete tenemos que irnos.
La vieja tejedora de orgasmos
Sentada
frente al televisor con la vieja bola de estambre en las manos que le recuerda
a su complicado marido, está tratando de desmarañar los nudos que se le
hicieron con el tiempo, ella está absorta en esa tarea, los diálogos de la
telenovela del momento quedan a los lejos, apenas logra distinguirlos. Así ella
ahora, en su mente nudos de estambre y diálogos lejanos, así sus tardes,
sentada en el sofá de siempre haciendo como que escucha a su compañía el
artefacto. Al lado, apiladas unas cajas repletas de agujas y estambres, del
otro lado una alta mesita en donde coloca sus bebidas de temporada. Este otoño,
le está resultando bastante frío y solitario, los nietos apenas la visitan, los
hijos le mandan mensajes de texto que ella apenas puede responder, sus dedos
chuecos, por tejer tanto le provocaron artritis, sus días transcurren en ver TV,
tejer y sentarse al borde de la puerta para ver pasar los coches y saludar a
sus vecinos y desconocidos que transitan las aceras, es el momento en el cual
ella articula palabras y recuerda su voz, ya que habla poco y bajito, esa voz
que a veces ella apenas reconoce cuando la escucha.
El silencio comenzó a ser parte de su vida
desde hace algunos años, un evento familiar muy personal la retiró de su vida
social, la dejó sin voz ni voto, precisamente. Como castigo, la retiraron de
sus amistades por ser mala influencia, ella tuvo que ceder a ello, porque le
amenazaron con retirarle la manutención o enviarla a un asilo de mala calaña.
Ella quiere tanto su casa y sus recuerdos, ahora es una anciana recatada, sus
hijos recatados le dieron advertencia sobre su pasada vida loca. La realización
de sus fantasías sucede ahora solo en su mente, ella no entiende, o tal vez sí,
esa forma de las personas de reprimir sus tentaciones, sobre todo, cuando ya la
vida casi se les va. A ella la detuvo la gonorrea, de la cual casi no se salva,
pero sabe que fue parte de las consecuencias de sus placerosos momentos. Sus
días son llevaderos y de cuando en cuando sonríe con satisfacción suprema cada
vez que llegan a su memoria sus “travesuras” y esos años de excesivo sexo en
todas sus formas. Sus hijos la llamaron ninfómana, enferma y ridícula; poco le
importó, los orgasmos alcanzados a su avanzada edad valían la pena cualquier
mote, hasta el robo de sus alhajas y sus ahorros, que tomó como botín su último
y joven amante, llevándose parte de la herencia que correspondía a sus hijos.
Pero ella aún tiene un valioso tesoro al
lado de su cama, una caja que guarda con recelo, su contenido son al menos diez
bolas de estambre de diferentes tamaños y colores. Dichas bolas de estambre
llevan el nombre de los mejores amantes recordados por ella, las bautizó ya
hace tiempo, restregándoselas en las aguas que aún salían de sus partes nobles.
Aún se entretiene con ellas, haciendo alguna que otra prenda que termina
deshaciendo. Tiene una última travesura en mente, ha pedido que cuando muera,
la cremen con sus estambres, le reconforta la idea de volver a arder en llamas
en compañía de sus amantes, el solo pensarlo la excita y aleja su miedo a la
muerte.
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