"Muerte silenciosa" y "Aquelarre infantil", de Yvonne Yolotzin Hernández Hurtado
MUERTE SILENCIOSA
Carmen no
comía desde hace tres días. Tenía la mirada muerta, con los ojos fijos en la
misma esquina de la habitación. Su madre entraba con la esperanza de que, por
lo menos, consumiera el vaso de leche que dejaba arriba de su mesita de noche.
Pero siempre que volvía, encontraba la misma cantidad en el recipiente, sólo
que ahora tenía el mal olor de la leche cortada. Nadie en la familia sabía qué
le sucedía a Carmen. Un día dejó de hablar y no quiso volver más a la escuela.
Cuando su madre le obligó a bañarse, después de tantos días de no asearse, golpeó
su rostro con brutalidad. No admitía que nadie la tocara. Entre su madre y
hermano mayor tuvieron que sujetarla con fuerza para impedir que se hiciera más
daño. Cuando la desnudaron, con horror miraron los manchas negruzcas en sus
piernas, pecho y abdomen. Entonces de su boca salieron los aullidos de locura
que, hasta el día de su muerte, permanecerán en la memoria de la madre de
Carmen. A veces vomitaba aunque no tuviera ya nada en el estómago. El cabello
comenzó a caerse hasta formar huecos enormes alrededor de su cabeza. Los labios
tenían grietas que sangraban con cada mueca que ella producía. Las arrugas que
aparecerían en cincuenta años, ya comenzaban a mostrarse en sus dulces
dieciséis. Cada día se le notaba más pálida, más sucia, más muerta. Y no fue
hasta esa tarde que el sufrimiento de Carmen, al igual que el de su familia
cesó: cuando murió con los ojos abiertos de espanto, de terror tardío, de
angustia y callando una verdad incómoda. Murió poseída por el demonio de la
injusticia.
AQUELARRE INFANTIL
La lluvia
descendía como una melodía suave en el pastizal del campo. Una niña, cuya
frente morena estaba empapada, caminaba con sus botas altas para agua. A lo
lejos divisó la silueta de otras tres criaturas. Intentó correr pero la tierra
húmeda le dificultaba el paso. Cuando hubo llegado, se saludaron con un tierno
beso en la mejilla. La recién llegada sostenía en sus manos una caja diminuta y
luego, las demás, sacaron esa misma caja de sus bolsillos. Sin decir más, entre
todas comenzaron a cavar, con sus manos, un agujero en medio de aquel paraje silencioso.
—¿Segura
que aquí no lo encontrará nadie? —preguntó la niña de trenzas largas, tan
largas que parecían estambre cuidadosamente tejido. Se podía percibir el miedo
en su tono de voz.
—La
barranca está muy cerca así que casi nadie pasa por este lugar —respondió la
niña que tenía enmarcada la galaxia en su rostro. Ella también tenía miedo pero
su seguridad de estar haciendo lo correcto era mayor.
Con las
manos llenas de barro, colocaron con cuidado las cajas, formando una especie de
cruz. En el hueco que formaban las cajas, colocaron una brillante piedra negra,
en la cual se reflejaban los tristes ojos de las niñas. Después, devolvieron la
tierra a su sitio. Tenían las uñas y manos estropeadas pero no importaba.
Habían otras partes que estaban más dañadas.
Las niñas
permanecieron en silencio viendo el lugar donde ahora estaban sepultadas las
cajas. Una de ellas, la más alta del grupo, rompió a llorar y las demás, en un
intento de reconfortarla, la abrazaron mientras combinaban sus sollozos.
Después, se limpiaron las lágrimas y se fueron. La noche fue la más silenciosa
pese a la lluvia. A la mañana siguiente, llegaron a la escuela. De pronto, la
tranquilidad se vio interrumpida cuando la directora llegó y dijo: —Tengo una
mala noticia que darles. Anoche, el profesor sufrió un accidente y
lamentablemente falleció.
Las cuatro
niñas se miraron entre ellas, los ojos estaban inundados de angustia pero
también había una paz en sus rostros. El hechizo había funcionado y él nunca
podría lastimar de nuevo, a ellas ni a ninguna otra.
Yvonne Yolotzin Hernández Hurtado
(Morelos, 2000). Originaria de Xochitlán, está concluyendo sus estudios en la licenciatura en Letras Hispánicas en la UAEM. Publicó su primer relato en la revista "Metáforas al aire" y ha continuado con su sueño de ser escritora desde entonces.
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