"La capa", de Cristina Isabel Ramírez.
A las once de la mañana y luego a las cuatro de la tarde, caminaba por aquel lugar hediondo a muerte, llantos y alcohol. La misma rutina cada día desde la terrible noticia. Hacer fila. Saludar al poli en turno, esperar a ponerse antibacterial, revolverlo entre las manos, respirar y andar.
Mientras caminaba, cada cosa se iba transformando en suciedad, en miedo, era entrar a un túnel cada vez más y más húmedo de una oscuridad insondable. A veces tropezaba con alguien desgarbada, arrastrando los pies, las lágrimas oscuras sobre el rostro adheridas a los poros, apenas nos mirábamos. Seguíamos el camino. Nos dirigíamos al mismo lugar. Algunos días se escuchaban gritos sordos, otros días pedidos de ayuda. Nadie escuchaba, yo pedí ayuda tantas veces que mi voz se fue pegando como larva en las paredes y si se desprendían eran como mocos sanguinolentos desapareciendo entre la basura del vaivén. Muchas veces quise desaparecer, ya no sentir miedo y llevarla de regreso a casa. Esos días casi no hablé. Los oídos se me taparon y me puse más ciega. No recuerdo si comí o cambiaba mi ropa.
El túnel era custodiado por seres sumamente raros, llevaban ropas blancas que de tan blancas se volvía ridículo. Corrían o no. Eso sí, eran sólo cuerpo, como cáscaras andantes, algo les colgaba al cuello, hablaban un idioma lejano. Tenían la mirada vacía y las manos desgastadas por tanta muerte. Siempre me miraron con suma extrañeza, si preguntaba algo ladeaban la cabeza y sólo señalaban lo que tenía que vestir antes de entrar a esa cápsula llena de aparatos haciendo sonidos como pi- pi- pi-pi, o como de agua estancada. Ahí el clima aumentaba su frialdad, el tiempo y el espacio tomaban forma de vacío. Hoy aún siento esa sensación de no reconocer nada.
Entraba con ropa esterilizada, botas, bata, gorra, guantes. ¡Cuántas veces desee tomarla entre mis brazos y salir corriendo!
Me cansaba llevar el alma al hilo y mil tambores en la tráquea. Regresaba desecha. Desde entonces no me reconozco en los espejos, perdí todo lo que puede perderse.
Un día, mientras hacía la misma rutina a las once de la mañana, con más miedo que nunca, más sorda, más desequilibrada, más ciega, más mierda, el túnel era cada vez más sinuoso, le crecieron precipicios a cada lado. Casi me quedo paralizada cuando tropecé con algo que hizo cubrirme el rostro y encoger la espalda. Me cubrió de cabeza a los pies, sentí fuerza casi como si mi abuela y mi madre me abrazaran al mismo tiempo, como si tomaran mis manos y mi dolor y lo guardaran por un tiempo mientras yo me empecé a sentir poderosa, llena de un calor arropador e inusual alegría.
Ese día supe que ya no tendría horarios para ir a verla. Que iba a poder quedarme cada noche a su lado para cantarle como lo hacíamos antes de dormir o al despertar. Supe que podía peinar sus cabellos largos cada vez que lo deseara, tomar sus manitas, besar sus pies y su frente, contar cuentos o dibujar gatas moradas y traviesas. Así lo hicimos. Pude entonces desconectar los tubos que atravesaban su garganta y pulmón, y me abrazó y salimos volando de esa cápsula porque no podían vernos aquellos seres extraños. Y ella estaba bien. Y yo era muy feliz. Así que cada noche, además de otras actividades nos paseábamos por otras cápsulas y jugamos con otras niñas mientras sus mamás dormían.
Esa capa de mujeres que me cubrió, la cubría a ella. A veces me preguntaba por qué una niña ya no estaba más, o por qué sus madres no llevaban capa como la mía y no sabía qué contestar. La abrazaba fuerte y olía su cuello.
Pero ella tenía que volver a la cápsula. Y yo me quedaba allí. Juntitas.
Un día nos enfrentamos a los seres raros. De pronto entraron un montón a la cápsula. Juro que lo intentamos todo. Yo con la capa, ella con su risa. Y nos ganaron la batalla. Los aparatos dejaron de funcionar y se oyó un ruido continuo, apretado, como cuando se rompe el corazón.
Era abril.
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