"Me acompaña la muerte" de Carol Cipactli Caracol



a Amparo Dávila



Me acompaña la muerte dijiste, y todas lo tomamos con tanta naturalidad como si de tus cuentos se tratara. Siempre pensamos que la oscuridad que envolvía a tus personajes era un producto de tu maravillosa imaginación, la cual creaba panoramas sombríos, de locura y tristeza tras vivir una infancia desolada con la muerte de tus hermanos a cuestas.


La noche transcurría entre bebidas, cantos y risas, como solíamos hacer cuando estábamos juntas. Pero tú estabas distinta, había algo diferente en tu mirada, un destello que parecía una llama ardiendo en otro tiempo y otro espacio. 


Me empecé a inquietar. Por instantes me resultabas irreconocible aunque no hacías otra cosa más que beber lentamente tu copa y tararear suavemente las canciones que amenizaban aquella noche de sábado.

—¿Te ocurre algo? —me atreví a sacarte del trance en el que estabas. Tardaste unos segundos en volver la mirada hacia mí, sin embargo, sentí como si hubiera sido una eternidad. Dijiste con voz baja, pero segura: —Estoy lista.


Mi curiosidad venció a mi miedo y decididamente pregunté: —¿Lista para qué? —saltaste ágilmente del sofá y la llama de tus ojos se avivó como si ardieras por dentro. Todas voltearon a verte mientras tú te movías de manera cada vez más intensa en una suerte de danza que parecía venida de otro mundo. De tu interior salió una voz cavernosa que gritó: —¡No me conocen, pero esta noche les mostraré quién soy!


Todas nos quedamos en silencio, incluso pareció que la noche te brindaba toda su atención porque en ese momento el ruido del ir y venir de los autos era imperceptible, la música paró y no se escuchaba ni el ladrar de los perros en la calle. Nos miramos las unas a las otras invadidas por la incertidumbre. No entendíamos qué pasaba, un miedo sacado de una de tus historias cambió la atmósfera de la habitación. Detuviste tu danza y con la boca bien abierta comenzaste a hablar sin que la llama de tus ojos dejara de arder. 


*


—Casi siempre me sentía orgullosa de lo que escribía hasta que lo conocí. Un día le mostré uno de mis cuentos y fue mordaz con sus palabras. Desdeñó mi trabajo, me dijo que era joven y me faltaba experiencia. Me invitó a ser su asistente y aprendiz. Acepté; realmente lo admiraba y soñaba con un día ser tan buena escritora como él. Cada texto que le mostraba le parecía insulso. Me arrebataba bruscamente el cuaderno y hacía garabatos en todas las hojas: “¿Ves? Mucho mejor, pero ahora esto no es tuyo, es mío porque no se parece en nada a lo que me mostraste. ¡Vamos! No hagas esa cara, ya mejorarás”. 


“Mi trabajo nunca era suficiente para él: “Esfuérzate. Lee más. Escribe sin parar. ¡No!, esto no sirve. Quizás deberías rendirte. Considero que esto no es para ti…”, me repetía una y otra vez.”


“Dejé de dormir. Durante meses las noches no me alcanzaban para escribir. Todo era inútil porque no salía nada bueno. Un día la escuché, la voz que me dijo: “Toma su mente”. Pensé que era obra del cansancio y decidí tomarme un tiempo para volver a dormir. Sin embargo, luego de unos días, mientras caminaba por el parque, la volví a escuchar: “Ve por su mente”, volteé a mi alrededor para saber de dónde venía esa voz, mas no había nadie cerca. Seguí caminando y esta vez la escuché más claramente: “Toma su mente, te pertenece”. Asustada corrí a casa y cerré bien la puerta y las ventanas. Me preparé una infusión con varias hierbas relajantes y me fui a dormir. Esa noche soñé con fuego, desde dentro de las llamas ardientes provenía la voz que me decía: “Él te ha quitado tanto, su mente te pertenece, debes tomarla, sabes qué hacer”. 


Desperté ligera, sin cansancio ni pesares. Descolgué el teléfono y marqué su número para indicarle que hoy sí lo visitaría. Preparé todo lo necesario y salí rumbo a su estudio. Allí, comencé con mis labores cotidianas. 


—¿Quieres un té? —pregunté esperando que dijera que sí. Para mi suerte, aceptó. Él estaba leyendo tumbado en el sofá junto a la chimenea. Avancé lentamente hipnotizada por las llamas de ese fuego que calentaba la tarde de invierno. “Su mente te pertenece”, escuché la voz mientras me acercaba a donde él estaba. —Bébelo ahora, aún está caliente —le dije, y él, sin dudarlo, dio un gran trago.  —Está delicioso —señaló y lo bebió todo. Yo sonreí, no por el cumplido, sino porque en menos de un minuto sus ojos se volvieron agua. Rápidamente tomé las lágrimas que rodaron por sus mejillas y las guardé en el frasquito de vidrio que tenía preparado. Un color blancuzco le nubló la mirada, dejó de hablar y aunque su cuerpo estaba ahí, su mente ya no. Tranquilamente me acerqué a la chimenea y percibí cómo las llamas empezaron a moverse en una especie de danza de otro mundo. Sonreí. Recogí todas mis cosas, lavé lo que usé para la infusión y me fui. 


Luego de unos días supe que lo habían llevado al hospital cuando lo encontraron inmóbil con la mirada nublada y clavada en la chimenea. Ningún médico pudo diagnosticarlo, mucho menos sacarlo del trance. A los pocos meses murió, entonces me bebí las lágrimas que había guardado en el frasco de vidrio. Volví a escribir.


*

 

Terminaste de hablar y la noche continuaba sumida en ese silencio insólito. Caminaste lentamente hacia el reproductor de música y lo encendiste con calma. Nosotras quedamos mudas mientras tú sonreías sin voltear a vernos, parecía que habías recuperado la juventud. Volviste a bailar frenéticamente sin dar más explicaciones. De pronto, las luces se apagaron y la habitación quedó en total oscuridad; un instante después, una fuerte llama, que provenía del sitio donde estabas, iluminó el espacio, estabas envuelta en ese fuego que parecía avivarse cada vez más. Corrimos para buscar cómo apagarlo, pero en cuestión de segundos las luces se volvieron a encender y parecía que no hubiera ocurrido nada. Temerosas, nos acercamos al sitio donde habías estado danzando; no quedaba ningún rastro del fuego ni de ti. Fue la última vez que te vimos.



Carol Cipactli Caracol Editora, escritora y comunicadora feminista. Coordinadora de Ediciones Caracola. Gestora cultural y tallerista. Acompañanta menstrual, bruja verde y hierbera. En resistencia gorda contra la heteronorma, el patriarcado y el capitalismo.





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