"La Mechuda" de Lucía Patiño

—Mijo, ¿Cómo le fue en la casa del abuelo?

—Ma, bien. Estaban todos los primos: Fercho, Camila, el bebé. Y le mandó saludes la tía Elisa que, ¿sabe qué me contó? Que dizque en la casa donde vivían cuando estaban chiquitas, esa que hace unos años se acabó de llevar el río, las asustaban. Que vivían con un fantasma.

—Ay, ¿cómo así que le contó eso? Si cuando por fin nos fuimos de esa casa prometimos que nunca íbamos a volver a hablar de la Mechuda. 

—Uy, ¿La Mechuda? ¿Hasta nombre le tenían? 

—Así le puso Elisa y así se quedó. 

—¿Y era que ustedes la veían y todo? ¿Estaba muy peluda o qué?

—Más bien cuénteme cómo encontró a su abuelito. 

—Bien, bien. Igual de calladito que siempre. Él tampoco me quiso seguir contando nada del fantasma. Mejor usted cuénteme por qué le pusieron la Mechuda. 

—En esa casa siempre se barrían muchos pelos. Pero resulta que desde que mi mamá se murió mi apá se pegaba unas encartadas horribles tratando de peinarnos, hasta que a los poquitos días se rindió y mejor nos cortó el pelo cortitico. Nos puso en la cabeza el tazón en el que tomaba sopa los domingos y nos cortó todo el pelo de ahí pa´ abajo. Primero a su tía y luego a mí. Quedamos las dos como un par de hongos. 

—Ma, ni se queje que cuando yo estaba más chiquito usted también me hacia el corte honguito. Pero, ¿acaso eso qué tiene que ver con la Mechuda?

—Pues que, a los días, cada que barríamos empezamos a sacar pelos largos. Pero bien largos. Póngale de un metro cada uno. Y en la casa ya no queda nadie de pelo largo.

—¿Y ya con unos pelitos se asustaron? 

—Pues al principio no. Hasta chiste le sacamos. Cada que el viento levantaba alguna lata del techo Elisa gritaba: ¡vea, ahí le habla la Mechuda! Y cuándo mi apá nos regañaba por esconderle las cosas: ¿Dónde quedó mi navaja? ¡Rosaura, no me mueva de lugar el sombrero! De una le echábamos la culpa: pa, yo no fui, ¡fue la Mechuda! 

—Pues hasta buena gente el fantasma, las salvaba del regaño.

—No, pero es que de verdad nosotras no le movíamos ni la navaja, ni el sombrero, ni nada. Y cuando menos pensamos a nosotras también se nos perdían las cosas. Se fue llevando los colores, uno por uno, y al final no nos quedó sino un solo lápiz que nos tocaba turnarnos para hacer las tareas. 

—Uy, no, eso sí está más raro. ¿Y siguieron encontrando pelos por ahí?

—Pelos es poquito decir. Con el pasar de los días empezamos a sacar manojos enteros. Parecían nidos de pájaro hechos de puros pelos negros larguísimos. Y todos salían del cuarto de nosotras. Ahí fue que le empezamos a llorar a mi apá que ya no queríamos estar más en esa casa. 

—Ma, pues más dormidos ustedes que ahí se quedaron. Se hubieran ido para otra parte. 

—¿Y para dónde nos íbamos a ir? Si con la enfermedad de mi mamá se gastaron todos los ahorros y cuando se murió, para poder enterrarla, tocó empeñar las camas. 

—Uy, pero yo del abuelo hubiera hecho lo imposible por sacarlas de allá. Qué miedo uno ahí compartiendo la casa con un espanto. 

—Pues sí lo intentó, mijo. Él hizo todo lo que más pudo por tenernos bien, pero con lo que ganaba no nos daba sino para pagar esa casita a todo el filo del río; que mejor dicho ni siquiera se le podía llamar casa, no eran sino dos cuarticos pegados con una cocineta. Ni baño tenía. Pero lo que sí hizo mi apá fue que pasó el colchón de nosotras para el cuarto de él. Para esos días ya no pegábamos un ojo, nos pasábamos toda la noche muertas de susto de que se nos fueran a subir al colchón los pelos de la Mechuda. Ya estando al otro lado por lo menos pudimos volver a dormir. Y así nos quedamos mucho tiempo.

—¿Y las cosas se seguían perdiendo? ¿Siguieron sacando pelos? 

—Claro, las cosas se seguían perdiendo. Hasta más se hacía notar. Con decirle que ya hasta se había perdido el tazón con el que nos motilaban. Pero con los pelos sí nos rendimos de tanto barrer. Ahí los fuimos dejando que se juntaran. No volvimos a entrar a ese cuarto. Hasta que se llegó abril. Arreciaron las lluvias y una noche en medio de tremenda tormenta la lata del techo no aguantó más el ventarrón. Se desprendió del todo y el cuarto se nos empezó a encharcar. 

—Uy, ma, qué peligro. No me imagino ese rancho desentejado. Por lo menos no les cayeron las paredes encima. 

—Pues no se cayeron, pero el río estaba muy crecido y empezó a golear la pared con tanta fuerza que ya no sabíamos si el agua que nos inundaba era de la lluvia o era el río que se estaba metiendo. Y, ¿sabe qué nos tocó hacer? 

—No me vaya a decir que fueron a arruncharse con la Mechuda.

—¿Y qué más íbamos a hacer? Si el cuarto de ella era el único que quedaba con techo. Nos tocó ir a acostarnos en un nido inmenso de pelos negros. No hubo ni tiempo de pensarlo. En ese momento nos dimos cuenta que ni siquiera los espantos dan tanto miedo como la pobreza. 


 


Lucía Patiño

Nació en Cali, Colombia. Es abogada, literata con énfasis en Creación Literaria y maestra en Educación. Es docente, gestora cultural de la Fundación Cultural América en mi Piel y una de las editoras de Agenda Mujer Colombia, una agenda-libro que ha reunido más de 10.000 páginas en torno a lo femenino a lo largo de sus veintinueve años continuos de publicación. Autora de los poemarios: Las mujeres de Haití y De tripas corazón. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, francés y griego.

Comentarios

Entradas populares