"Nena y la niña con la espada de arena", de Elizabeth Mariscal García

De niña le gustaba jugar cosas rudas, llevaba las cicatrices en sus rodillas de todas las veces que decidió subir al monte, de las ramas secas que le lastimaban las piernas; era una niña del desierto, de la tierra que se adhería a su rostro y que muchas veces saboreó al lamerse los labios. Amaba explorar el lugar con esa tía que solo veía en las fiestas, la que se creía bruja y recogía las raíces del chuchupate para reposarlas en sotol. Su tía bailaba por cinco pesos la pieza en un bar del centro de Ciudad Juárez, siempre se tomaba un chucho antes de trabajar, decía que esa bebida la ponía violenta, pero en realidad la volvía mágica, la disociaba para así poder bailar con esos borrachos que la toqueteaban toda.

Juntas, visitaban la cueva en la que algún cholo había pintado a la Virgen de Guadalupe, le hacían rezos y le ponían flores. Su tía decía que la virgen era su reina. Con sus primas, bajaba corriendo de aquella colina, les asustaba ver a los policías montados en sus caballos, persiguiendo a los drogadictos que solo iban a pedirle a la virgencita una dosis más. Ella los vio en más de una ocasión encajándose las agujas en los brazos, espantándola con la mirada. Vivían una sensación de pertenencia intermitente y creían que aquel espacio les pertenecía por momentos. Corrían libres sintiéndose las dueñas. Dejaban atrás el miedo al ver en esos junkies a criaturas asustadas anhelando ser domesticadas, en su imaginación lo que lo que se encajaban en las venas era una poción que ocultaban por ahí en los arbustos esos monstruos de dos cabezas montados en sus bestias con el fin de mantenerlos adormecidos, transformarlos, y así intentar conquistar el lugar. Con sus primas, recogía las ramas que se transformaban en espadas de arena, se defendían con ellas y así combatían a cualquiera que intentara arrebatarles esas tierras.

Su tía a veces llegaba con un ojo morado, con el espíritu roto. La niña, al verla, bajaba corriendo de la cima con las rodillas ensangrentadas de tanto caerse y levantarse, de tanto luchar, solo para preguntarle a su mamá por qué la tía tenía el ojito de otro color. Su tía la callaba con regalos, hacía remedios con plantitas para curarle las heridas, aunque ella no pudiera curarse sola. No siempre le respondían todas sus preguntas, y ella entonces trataba de encontrar respuestas en la tierra. Estaba segura de que su tía se había enfrentado con monstruos en su camino, y que su espada no funcionó. Tal vez se había alejado demasiado de ellas. Quizás aquel día no se tomó su chucho, o no le rezó lo suficiente a su reina.

― ¿Por qué mi tía Nena quiere irse a vivir a otro lugar?

―Quiere escapar de un monstruo que le pone la cara hinchada, de uno que le está secando el corazón, decía su madre.

A ese monstruo su madre le llamaba el «patancito». A la niña le encantaba escuchar conversaciones de adultos, aunque no las comprendiera del todo. Nena y su madre se encerraban en la habitación y ella las escuchaba llorar, luego enojarse y finalmente llorar de nuevo. Nena gritaba desesperada que ya no podía darle más a ese monstruo, que se quedaría vacía. Pero esos monstruos no solo estaban en el monte o en la vida de Nena. La perseguían sin importar a dónde fuera. Le querían robar su esencia. Nena le suplicaba a la virgen que por favor le tocara uno bueno, sin importar que fuera feo, uno que se tomara sus brebajes y fuera dócil, no violento, uno que no quisiera quitarle su encanto ni su libertad.

La magia del desierto le devolvía las ganas de vivir. El sol abrasador la ponía más morenita, color de llanta, le gritaban. Su pelo era largo y negro como el alquitrán, estaba llena de lunares en sus brazos, y sus ojos negros parecían dos bolas de cristal listas para hechizar. Se llenaba de calor suficiente para continuar. Ya no se sentía tan vacía. Se recargaba con sus pies descalzos sobre la hierba seca, no le gustaba usar zapatos, aunque le lastimaran los toritos.

Nena no siempre buscaba huir. En aquella colina quería enseñar a sus sobrinas a liberarse, a luchar y sobre todo a descubrir el poder de la espada de arena. Decía que esa espada tenía magnetismo, que hipnotizaba la tierra y que con ella podías llenarle los ojos de arena al enemigo. La tierra les quemaba la cara a los monstruos, era caliente, como el corazón de estas valientes guerreras desérticas: ardía. Levantaban el polvo, y entonces corrían lejos para descansar en la cueva, al lado de los animalitos indomables. Ya no les tenían miedo, solo se cuidaban de no hacer contacto visual.

Nena ideaba un ritual al finalizar cada aventura. Con un sahumerio se deshacía de la mala energía y unía todas sus creencias en una para darle sentido a su existencia, para que no doliera tanto.

―Estos monstruos están podridos, están muertos y nosotras somos vida, decía.

La niña no lograba entender por qué Nena no vivía con ella y con sus primas. Juntas podrían combatir a su monstruo y alejarlo de ella. Sabía que las espadas al chocar provocarían una tormenta, era muy inteligente, esas tormentas eran mortales.

Nena se fue y no volvió. El monstruo que se la llevó tenía la lengua larga y los ojos claros. Algunos monstruos llevaban pelo, pero este no. Su cabeza era más grande que su corazón, hablaba mucho, se subía a su espalda y se alimentaba de ella. Nena no logró quitárselo de encima, cada día se le hacía más difícil caminar, cada día nos visitaba menos. Nena se quedó en el desierto, siendo tierra calientita para mí y para todas, haciendo crecer en el monte a la gobernadora que yo arranco para curar mis males. Nena decía que nosotras éramos como las flores de este lugar árido, fuertes, creciendo en medio de la sequía, sobreviviendo juntas y solas. Nena se volvió huizache y a veces la veo en las lilas en primavera, me da su sombra para resistir los 40 grados. Es ese pulmón que necesito para soportar su ausencia, se caen sus frutos y yo huelo sus flores recordándola. En Semana Santa, cuando hace mucho viento, me hablan sus hojas, sé que me alejan de los monstruos que ella no pudo combatir. El monstruo no se llevó su esencia, ella sobrevivió en el monte, en las flores de arena que se forman en Samalayuca, en mis primas, en el fuego de mi corazón, en las cicatrices de mis rodillas y en la espada de arena que siempre cargo para defenderme, esa que hipnotiza la tierra.

 

 

Elizabeth Mariscal García

Nacida en Ciudad Juárez, Chihuahua. Trabajadora social de profesión, graduada de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, y actualmente estudiante de psicología. Mi amor por la lectura me inspira a crear historias que exploren la complejidad humana. Escribo para darme voz y reclamar mi lugar de enunciación, esperando que otras se identifiquen con mis palabras



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