"El monstruo del armario", de Daniela Caballero
Lo supe desde niña. Me acechaba desde que tengo memoria, sobre todo en las noches donde las sombras hacen una suerte de danza macabra. Entre ellas se escondía, escurridizo para alcanzarme y atraparme. Desafortunadamente, para él, durante mi infancia no pudo hacerlo, pero yo lo veía; veía y podía sentir a este monstruo, sentía sus ansias de querer devorarme en las noches cuando me encontraba sola.
Mi madre me dijo que aquello que veía no eran más que las mangas de los abrigos y las chamarras en la oscuridad, pero yo sabía que era él escondido en el clóset, esperando el momento preciso para sacar su brazo, su larga mano con dedos huesudos y garras en lugar de uñas. Tendría tiempo para acercarse a mí y poseerme.
Negada a dormir sola, y menos con las luces apagadas, mi madre me compró una pequeña lámpara de mesa. Esa diminuta luz tintineante evitaba que él se hiciera presente porque la luz le molestaba y seguro que yo tendría un mejor sabor bajo el terror de la noche más oscura, sola, vulnerable y sin escapatoria.
Durante la adolescencia, sus tácticas para aterrorizarme cambiaron. Ya no me daba miedo la oscuridad. Encontró otras formas de manifestarse, de asustarme y paralizarme. Lo hacía a menudo antes de un examen escolar, una presentación grupal o algún momento estresante.
La primera vez fue durante una exposición individual en la secundaria, por poco me olvidaba de este monstruo. Hacía tanto que no me asustaba por las noches que pensé que había desistido de su misión de llevarme, pero me equivoqué.
Una noche antes de mi presentación, cuando terminaba de estudiar y alistar mis útiles, me recorrió un frío en la espalda. De pronto, el silencio se volvió más silencioso. Todo comenzó a ensombrecerse, intenté concentrarme en mi exposición, pero todo se me había olvidado. Mi angustia creció y el silencio fue interrumpido por un tamborileo estridente que salía de mi pecho. Tomé mi libreta de nuevo para repasar mis notas, pero mis manos apenas y podían sostener el cuaderno cuando cayó al suelo y yo caí en seguida, llorando, sintiendo su presencia en todo el cuarto y temblando, descontroladamente, hasta quedarme dormida, con sus garras que se enredaban en mi cabello con siniestra delicadeza.
Al día siguiente, cansada y con los ojos hinchados, fui a la escuela. En el momento de pararme frente a todo el salón, él volvió a aparecer, lo supe. Nadie más lo vio, pero yo sabía que era él. Me quedé paralizada un instante, mientras todos me veían y me seguían con la mirada. Mis manos sudaban y sentía venir las arcadas en mi garganta.
Un humo gris inundó el salón, era él. Sumergió el lugar con un olor pestilente que incrementó mis ascos. A diferencia del gélido ambiente que creó en mi habitación, un frío tal que llegaba a los huesos y me hacía tiritar bajo la colcha; ahora llenaba el espacio con un calor sofocante que secó mi garganta e hizo humedecer mi frente y mi espalda.
Cerré con fuerza los ojos y troné mis dedos con frenesí. Al abrirlos vi los rostros de mis compañeras y compañeros deformes, mostrando colmillos picudos en el lugar donde deberían haber estado sus dientes. Tenían las cuencas de los ojos vacías y reían con un estridente ruido que haría estremecer al más valiente. De entre esas risas diabólicas sobresalió un rugido gutural que terminó por decirme: “¡no sirves!, ¡mejor muérete, muérete para que seas mía!”.
Lidié con su acecho día y noche. Ponía imágenes horribles en mi cabeza. Aun en momentos de felicidad, él llegaba y oscurecía el ambiente, me despojó de los recuerdos y los sentimientos buenos e implantaba podredumbre en el interior a los que intenté resistirme, para no dejar rendirme ante él y que tomara mi cuerpo y mi alma.
Algunas noches se portaba más violento conmigo, salía del armario, donde se refugiaba, sobrevolaba por toda mi habitación con su pestilente olor y rasguñaba mis piernas, mis brazos y mis muñecas, me golpeaba hasta que de mí surgiera un pensamiento: “ya no quiero vivir”, entonces él soltaba una carcajada con un eco atronador y volvía a su escondite.
Cuando cumplí la mayoría de edad, él se apoderó de mí. Regresé de la escuela completamente agotada y me recosté en la cama, dejando que mi cuerpo cayera pesadamente sobre el colchón. Empecé a sentir mucha paz. Apenas un ligero y cálido rayo de luz de media tarde acariciaba mi rostro. Por primera vez, me sentía tranquila en mi habitación que era mi refugio y, al mismo tiempo, mi tormento y mi cárcel. De repente salí de mi cuerpo y aparecí en una esquina de la habitación, contemplándome, en paz… Hasta que apareció.
Una sombra grande y oscura se acercaba a mí de forma amenazante, se hacía más grande conforme se aproximaba a mi cuerpo que parecía inerte. Intenté con todas mis fuerzas volver a él antes de que ese monstruo me alcanzara, pero no lo logré. Llegamos al mismo tiempo, él entró en mí.
Desde ese momento ya no era yo, pero seguía siendo yo de una forma extraña. Lo que antes me emocionaba y me llenaba ya no alcanzaba a calentar mi interior porque con su presencia todo se opacaba y la ilusión o la emoción se desvanecía pronto.
No dije nada, nadie me creería. Por fuera, todo lucía marchar bien, había encontrado el mecanismo para parecer una persona normal y no alguien que tenía un gusano corrosivo en el interior, carcomiéndola.
El mundo tenía color, pero él apretaba un interruptor y, de repente, en mis ojos todos los colores desaparecían y las imágenes se tornaban grises. Las comisuras de los labios perdieron la capacidad de levantarse de oreja a oreja. La somnolencia aparecía todo el tiempo y el cuerpo se sentía como un gran saco de estiércol, yo era un gran saco de mierda andante.
Cada día, él se portaba más cruel y sádico. La normalidad y la rutina eran cargas casi imposibles de sobrellevar. Lo sentía al caminar y darme cuenta del hormigueo subiendo por las piernas, el sudor frío en la frente y el asqueroso olor a podrido emanando de mí, como si mi carne estuviera expuesta y secretando pus todo el tiempo. Caminando acompasadamente y de manera torpe, siendo un zombie entre transeúntes y rascacielos mirando mi andar como crueles gigantes.
Cuando caminaba, disminuía mi paso con las manos temblorosas, con los brazos adormecidos, casi a punto de caerse. De las entrañas se movía una especie de solitaria que sentía subir por mi esófago y mi tráquea, esperando salir repulsivamente de mi boca, pero la contenía inhalando y exhalando compulsivamente. Mientras, del fondo de mi cabeza el pensamiento surgía a martillazos: “me quiero morir”.
Así viví años, yendo con especialistas que pudieran sacarme este ser del interior. Entrando de consultorio en consultorio, aguantando miradas de escepticismo e incredulidad. “No tienes nada”, concluían, y yo me desesperaba al saber que este monstruo se comía mis órganos, me enfermaba más con cada día transcurrido.
Enferma, sola y cansada como estaba, buscaba formas de desaparecer completamente, quizá, cumpliendo sus deseos, me desharía de él y de mí misma porque esta existencia era insoportable y el tiempo pasaba cada vez más rápido, consumiéndome.
Un tumor me creció en el vientre. Sabía que era él, como castigo de haber intentado pedir ayuda y de buscar a gente que me creyera y me entendiera. Su rabia se concentró en ese tumor dentro de mi útero. Me desgarraba por dentro debilitándome, tanto que tenía que permanecer en cama días enteros, sin poder comer o dormir. Sentía su frustración porque al estar dentro de mí no podía controlar el exterior, ni los estímulos de afuera que aún recibía: el amor, la amistad, la empatía, el arte y la naturaleza. Quería llevarme, matarme para que no volviera a sentir nada.
La poca voluntad que me quedaba me hizo decidir pelear contra él. Golpeé mi estómago con fuerzas y desde adentro sentí sus garras rasgando mi interior. Corrí al baño, sudando y comencé a pujar lo más fuerte que pude, retorciéndome del dolor. Un hilo de sangre comenzó a resbalar entre mis piernas, grité, pujé y volví a gritar para expulsarlo de mí.
Vi cómo mi vientre dobló su tamaño, moviéndose y empujando mis órganos y mis costillas, yo bañada en sudor, en el piso del baño, puje lo más fuerte que pude con un dolor que me invadía y con las sienes tan apretadas que pensé que la cabeza me explotaría. El dolor nubló mi vista y lo último que sentí fueron los chorros de sangre saliendo de entre mis piernas y, finalmente, esa cosa que aterrizó en el charco de sangre. Me desmayé.
Cuando recobré la consciencia vi esa bola de carne, venas y grasa a la que le salían diminutas garras que parecían espinas. Aquella bola se inflaba y contraía con esfuerzo. Me acerqué a ella con mechones de cabello húmedo en mi cara y le dije: “no puedes estar más dentro de mí”.
La bola rodó a toda velocidad, saliendo del baño y entrando a mi habitación, escuché la puerta del armario azotarse y volví a cerrar los ojos.
Él sigue en el armario, se alimenta de mis lágrimas, de mis miedos, dudas, aún débil, él me atormenta algunas noches. Lo escucho chillar y gemir cuando sonrío, cuando tengo esperanza y algo me emociona. Sé que si encuentra suficiente alimento en mis inseguridades podría salir del armario y tomarme de nuevo, no importa si es de día o de noche.
Daniela Caballero
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