"Quiero analizarte mejor", de Miranda Campos

El médico tiene el cometido imposible 

de intentar reconciliar al paciente 

con la enfermedad y la muerte.

Anatole Broyard


Su renombre médico lo obtuvo por ser frío, exacto y desalentador. Cualidades bastante mediocres para ser un médico que cobra a más de mil quinientos pesos la consulta, pero para él y gracias el endiosamiento ciego y cultural del que gozan hombres de su profesión, podía mantener su consultorio lleno. 

Si él veía tu diagnóstico poco favorable, te lo decía en el acto, te mandaba paliativos y a esperar en tu casa a que dieras tu último respiro. ¿Tenías esperanza? Entonces te llenaba de medicamentos, remedios, te daba la cita con su nutricionista de cabecera y aceptaba la incorporación de cualquier medicina holística para abrazar el espíritu ante las presiones que ejercía. ¿Salvaba a todos sus pacientes? No, no a todos, rara vez. Morían en el quirófano algunos, pero ¿quién podía discutirle a alguien que parecía tener la boca llena de medicina, de curas, explicaciones y pretextos científicos? Ninguna muerte era por su mano, era la ciencia, él solo era un arqueólogo de la muerte, exploraba, escarbaba y daba luz lo que quería ser descubierto. 

En esa secuencia de honestidad cruel avanzaban sus días, los pacientes y las vidas que él se esforzaba el mínimo por sanar; llega un punto en que los médicos dejan de estudiar y solo se vuelven expertos en los casos que les son cómodos, curiosos o entretenidos, así que cuando llegó a su puerta un expediente que cumplía con lo anterior, se sintió obligado a prestar atención. 

Pidió nombre, edad, dolencias. Peso, alergias y previos diagnósticos. Antecedentes familiares, de infecciones y enfermedades de transmisión sexual. Detuvo su mirada analizando cada placa y resonancia magnética en sus manos. No encontraba el motivo por el que la espalda no estuviera tan chueca a la vista, pero en placas mostrarán la columna en una posición que solo se podía comparar con una letra cursiva, una S mayúscula para ser exacta.

—Es cuestión de tiempo, un día cuando menos lo esperes, se romperá tu espalda por la presión, tus órganos ya deberían de estar comprometidos así que te pediré unos ultrasonidos de abdomen, resonancias y más análisis de sangre. Tu diagnóstico no es favorable, recomiendo incluso una cirugía para intentar corregir. 

La paciente, no dijo nada, el doctor vio sus ojos cafés cristalizarse entre el agua que anegaba sus ojos.

—Un “lo lamento mucho” va en orden—, pausó y esperó que dos ligeras lágrimas resbalaran de los ojos de la paciente frente a su escritorio—, pero mi percepción explica el por qué usted presenta tanto dolor al caminar, si no hacemos nada vivirá caminando con dolor toda su vida o traerá más problemas, en fin, no me desgastaré en explicarle todo lo médico. 

—Pero me gustaría saber…— la mujer balbuceó temblorosa desde la silla frente a su escritorio. 

—No mire, no se desgaste, le pido que confíe en mí y atendamos esto a la brevedad. 

Ella se llevó a sus labios un dije que sacó debajo de su playera negra, sin quitarle la vista al doctor.

—¿Es todo lo que se puede hacer?—, preguntó apretando los dientes y mirándolo preocupada.

—Sí, mire son intervenciones incómodas pero al final es lo mejor. 

Una vez fuera del consultorio, por primera vez en años el doctor sintió la curiosidad por explorar más de este caso médico y se preguntó si tendría algún tipo de enfermedad rara en sus manos, un nuevo caso, una oportunidad para elevar su nombre.

Pasaron una, dos y hasta tres cirugías. Los nervios de la chica dejaron de responder en la última y quedó postrada en una cama, el doctor nunca fue capaz de enderezar esa espalda; todo tornillo, placa y aditamento fundido con su carne eran violentamente rechazados. La cadena de dolencias y males parecía no tener fin, era el mito de la sanación en movimiento. Sus órganos dañados por las medicinas, sus venas delgadas por tantas canalizaciones con antibióticos que la quemaban, no habría oportunidad de una cuarta cirugía y el doctor se lo hizo saber:

—Otra vez, lo lamento, hice todo lo que estaba en mis manos—, pausó para esperar alguna lágrima, pero esta vez ninguna resbaló—. Creo que lo mejor sería ya una terapia paliativa y esperar a que su espalda sane de esta intervención y nos volvemos a ver para valorar las medicinas contra el dolor que podemos incorporar. También, me comentaba el hospital que los gastos se vieron elevados por las piezas de emergencia que pedí en el quirófano, en breve le traerán la cuenta completa, y le pido por favor que la salde a la brevedad lo anterior, lo nuevo para que su atención no se vea comprometida.

El doctor emprendía su camino hacia la salida de aquella habitación helada, cavilando todo lo que experimentó e intentó, curioso de pensar qué podría funcionar cuando tuviera otro caso similar cuando desde la cama, escuchó la voz débil y suplicante de su paciente preguntando: 

—¿No hay nada más doctor?

Sintió un poco de pena y algo de vergüenza por haber empeorado la situación, pero lo sacudió velozmente, no podía responsabilizarse, así pasa con estas cosas y no por mostrar simpatía iba a poner en entredicho su cédula o su pago, al final, los doctores aprenden más de esta manera que en la escuela. Y había ocasiones como esta que tal vez la lección era no volver a lidiar con algo semejante. 

—No, lo lamento mucho, lo mejor es llevarla a un lugar en donde pueda intentar recuperarse en paz y esperar alguna mejoría.

—Entiendo, ¿le puedo pedir un último favor? Acérquese.

Dudoso y francamente cansado de esta actitud de los pacientes en donde seguro le iba a pedir que rezara con él o a encomendarlo a algún santo para darle las gracias por su trabajo, caminó hacia la cama y se detuvo al pie de la misma. Su paciente ya era incapaz de mover el cuello, solo sus brazos quedaban un poco libres para moverse por las vendas y las heridas de la cirugía.

—Más cerca, por favor, aquí a mi lado. 

Exhaló mientras daba dos pasos más para quedar a la altura de su mano. 

—Tenga, me gustaría que se quedara con esto—. Abrió su mano y le entregó el dije color bronce que se había llevado a la boca el día de su primer consulta.

—No, no se apure por favor, no nos pongamos sentimentales, al final, la ciencia aún le puede ayudar a vivir unos años más sin tanto dolor. Verá que sus familiares disfrutarán más de este detalle que un servidor. 

—¿Cuáles familiares? 

Un chasquido resonó en la habitación. El seguro de la puerta se accionaba ante la sorpresa del médico que no reconocía otro cuerpo además de su paciente en el cuarto. En segundos la temperatura del espacio comenzó a hervir. Era cierto, pensó, la paciente fue sola a las consultas preoperatorias y él no se tomó la molestia de preguntar porque las enfermeras le decían que todo en orden, que la ambulancia la llevaba a su casa, siempre asumió que alguien la recibía, es común, sí, claro, pensó, es común que los familiares muchas veces hartos de la situación abandonen a su suerte al enfermo y es más común en el caso de las mujeres. Tal vez si le vive, una madre o hermana comprometida pero no suele haber más. Cada segundo transcurrido acercaba más el calor a su piel, sudando decidió dar la media vuelta e irse, pero el sonido de una gran rama rompiéndose lo hizo quedarse quieto y voltear lentamente su cabeza hacia la cama. 

Miró a su inmóvil paciente y cómo sus ojos se ennegrecían, no se detenía el sonido de chasquidos secos a su alrededor y era incapaz de detectar desde dónde los escuchaba, cada vez con más fuerza y su eco hacía temblar su cuerpo y sus sentidos.

Las convoluciones comenzaron. La mujer en la cama se sacudía en movimientos frenéticos que solo conservaban sus manos firmes sobre sábanas que desgarraba; los tubos conectados a sus venas se convirtieron en agujas que iban cada vez más hondo por el descontrol de su cuerpo; el doctor no encontraba voz para gritar y cuando sintió que podría emanar un sonido, un gran chasquido lo detuvo todo. La paciente con total libertad, y entre ligeros crujidos que ladeaban su cabeza de izquierda a derecha, dirigió su mirada hacia el médico y preguntó: 

—¿En serio doctor, no hay más opciones? 

El sudor ya lo había empapado, rostro y cuerpo, las lágrimas acumulándose como hacía años no sentía porque aquello frente a sus sentidos no era posible: su paciente completamente erguida en la cama del hospital, terminando de acomodar su cadera, liberándose de las vendas sola y sonriéndole como un cazador antes de matar a su presa. El dije que no había soltado se convirtió en brasa ardiente en su mano, incapaz de soltarlo, agitó su mano con la mayor fuerza que pudo acumular, incorporó su brazo y hombro a la desesperación en respuesta el metal se fundió más en su carne.

Su segundo intento por gritar fue interrumpido por aquella mujer que milagrosamente se paró de la cama, estaba frente a él, a escasos centímetros de su rostro, pálida y mirándolo directamente desde las dos perlas en su rostro, agujeros negros sin fondo amenazando con succionarlo.

Las venas del doctor hacían un gran esfuerzo por no estallar, entre el calor, la adrenalina, el oxígeno y la improbabilidad comenzó a ver cómo la cara de aquella mujer se multiplicaba. 

—¿Seguro doctor? ¿No quiere repasar más el caso?—, escuchó repetir a todos los rostros—. Revise por favor, es más pida ayuda si no entiende. ¿No? Claro, en usted se resguarda todo el conocimiento. ¿Qué tan cerca le enseñaron que está de un dios?

—Basta por favor—, balbuceaba el médico con la mano ya engarzada al dije en alto—. Y quítame esto, te pido perdón, no sé quién eres pero perdón. 

—¿Perdón por qué?—, preguntan los rostros al unísono, en un eco doloroso al oído.

—Por que…por que… no sé, ¿por hacer mi trabajo?—, una punzada en su mano lo hizo chillar como roedor antes de continuar—, no, no, está bien, porque debí de evitar llegar a tanto, debí de dar más opciones, debí de de de de—, sentía sus labios moverse pero ya no era capaz de detectar el sonido, sus palabras eran ecos vacíos en su mente, con su último hilo de voz confesó—, de no jugar con tu vida, no es tan fácil, debí de…de analizar más, con atención. 

—Analizar, qué curioso, considero también que es lo mejor que un doctor podría hacer con cada paciente. Escuchar también, ¿ser honesto? Hay que hablar mucho sobre lo que se podría hacer en estos casos.

Desde el puño que el doctor había creado alrededor del dije para contener un poco el dolor, se escapaba una luz brillante entre sus dedos que presionaba sus tejidos y venas hacia el suelo. Dirigió su mirada hacia abajo y notó que sus pies nadaban en sus zapatos y al mirar a la mujer, su perspectiva era la de estar a los pies de una gigante. Pasaron segundos cuando el tamaño del galeno se redujo al de un soldadito de juguete. Los ojos de la mujer retomaron su equilibrio natural entre pupila y esclerótica. Sacudió su cabello negro y alcanzó un frasco de vidrio que había guardado bajo su almohada, se agachó hacia el hombre juguete y lo encapsuló ahí; desnudo, gritaba y lloraba dentro de su nueva prisión. 

La mujer recogió el dije y lo volvió a besar. Con cautela miraba al hombrecillo convertirse en un ovillo al borde del frasco:

—Tranquilo, vamos a analizar su caso con calma doctor, con seriedad lo pondré en la repisa con sus compañeros, porque si el ideal es que reconcilien lo incierto con lo inevitable, se debe dejar de pretender mediar solo con el diagnóstico, ¿no cree? Puede que lo que se necesite sea trabajar más en la relación doctor-paciente, confíe en mí, será un experimento. Intentaré averiguar si hay más opciones para usted, será incómodo como ya lo sabe, pero mejor determinar pronto si la salvación en este caso es una posibilidad.

Ambas manos rodearon el frasco y en su nuevo hogar de cristal el cuerpo frío del doctor quedó sumido en la penumbra.

 


Miranda Campos

Mexicana. Mujer con discapacidad desde 2015, interesada en temas sobre el cuerpo, enfermedad, dolor, cáncer, sexualidad y diversidad funcional. Ha escrito ensayos y cuentos para medios digitales, también ha participado en antologías. Gestora cultural y creadora de contenido.

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